Lo que les voy a contar es muy serio porque arranca con la muerte de la madre de una buena amiga. Por favor no se rían con lo que les voy a relatar ni piensen en un guión del Almodóvar que escribió y dirigió ¡Qué he hecho yo para merecer esto! o en el camarote de los hermanos Marx o en que me lo he inventado para sacar adelante la columna de todas las semanas. No, no se rían cuando acaben de leer esto, porque la madre de mi amiga murió a mediados de agosto víctima de un cáncer de pulmón con metástasis por todo el cuerpo que la había ido devastando poco a poco.
Expiró con las primeras luces del pasado 14 de agosto. La familia esperaba el desenlace –los médicos les habían dado apenas unas horas de vida–, y poco antes la habían sacado del hospital y llevado a casa para que se fuera rodeada de los suyos. Y así sucedió. Fue entonces cuando dio comienzo esta indeseada tragicomedia en varios actos que paso a contarles.
Todo empezó cuando se le pidió al médico de la compañía aseguradora que firmara el certificado de defunción pertinente para que la funeraria pudiera hacerse cargo del cuerpo. “No se lo puedo hacer, tiene que hacerlo su médico de cabecera”. “Pero oiga, si tiene aquí todo su historial, si es un caso clarísimo que no tiene más historia”. Ni caso.
Como el médico de cabecera no estaba a mano, los de la funeraria levantaron la voz y dijeron que ellos podrían mandar a uno para que firmara el correspondiente certificado, previo pago de 100 euros, o que se podía llamar al Samur para que una dotación se pasara por allí y el facultativo al mando firmara el papelito de marras. El Samur le dijo a mi amigo que podían hacerlo pero que tenían mucho trabajo y que hasta dentro de cuatro horas no podían acercarse. Se llamó entonces al de la funeraria porque con la canícula de agosto no estaba el horno para bollos.
Cuando se le está esperando llega con toda la parafernalia un vehículo del Samur que ha podido acercarse antes de lo previsto. Se une así al médico de la compañía de seguros y poco después al de la funeraria, al que nadie había avisado de que ya no era necesaria su presencia; también a los empleados de ésta que esperaban el desenlace para ponerse manos a la obra. Si a todos estos sumamos familiares y amigos –que empezaban a darse cuenta del trasiego– la casa donde reposaba la fallecida empezaba a quedarse pequeña.
“Tengo que examinar el cadáver”, pidió el del Samur. “Claro, por supuesto, sígame”, le dijo mi amiga que con un pañuelo en la mano no paraba de hipar. El facultativo entra en la habitación, se acerca al cadáver, observa atentamente la cara de la fallecida, la mira por un lado y por el otro y moviendo negativamente la cabeza señala:
“Lo siento pero no puedo firmar el certificado de defunción. El cadáver presenta una herida en la nariz que me lleva a pensar que la muerte ha podido no ser natural, sino fruto de una acción violenta”.
“¿Qué?”. Mi amiga deja de sollozar de sopetón, se le corta el hipo, abre sus agrietados y tristes ojos de par en par, deja caer el pañuelo y vuelve a preguntar: “¿Qué está diciendo? ¿Puede repetirlo? Porque me parece que con la emoción no le he entendido muy bien”.
“Que no firmo. Que la muerte ha podido no ser natural, provocada por un golpe en la cabeza y no firmo. Voy a llamar a la Guardia Civil para que se haga cargo de la investigación y al juzgado de guardia para que, en caso de que lo estime oportuno, envíe a los forenses y se hagan cargo del cuerpo para practicarle la autopsia”.
Silencio sepulcral. El rostro de mi amiga va cambiando paulatinamente de tonalidad: del negro luto pasa en décimas de segundo al rojo ira mientras su lengua se desboca. “¡Qué hostias me está diciendo, que nos hemos cargado a mi madre!”, grita ante el estupor general. Yo no digo nada, afirma el del Samur, “yo lo que veo es una nariz amoratada”.
El calor aprieta y la casa, efectivamente, se está quedando muy pequeña: familiares, amigos, el médico de la aseguradora, el de la funeraria, los empleados de ésta que siguen esperando, el del Samur y los suyos, se espera a los funcionarios del juzgado, quizá a los médicos forenses y por supuesto a los miembros de la Guardia Civil. Repleto también está el parking de la urbanización, a reventar con tanto vehículo oficial y con no menos curiosos que no paran de preguntar a quién han matado y quién es el asesino.
“¡Ah!” Y voy a llamar a la Policía Municipal –añade el del Samur– para que envíe a dos agentes que custodien la habitación donde se encuentra la fallecida para que nadie pueda entrar y destruir pruebas en caso de que las haya”.
Y así ocurre: al rato llegan dos municipales que se plantan en la puerta de la habitación donde está el cuerpo, que es la del hijo de mis amigos, y se suman, en un esperpéntico cuadro, a familiares, amigos, médicos de aquí y de allá, funerarios y aún faltan por llegar los del juzgado y por supuesto la Guardia Civil.
Ya solo faltan los dos huevos duros de Groucho Marx, piensa mi amigo.
Éste, que hace ya tiempo que pese a lo trágico del momento ha tenido que reprimir unas irresistibles ganar de empezar a descojonarse de todo lo que está viendo y oyendo –y como él muchos de los allí presentes que se han tenido que llevar la mano a la boca en más de una ocasión para acallar las carcajadas– tiene que frenar a su mujer que ya no aguanta más tanta espera y tanta sospecha y se dirige hecha una furia hacia el ínclito facultativo del Samur.
“¡Confieso! ¡Confieso! Sí, fui yo, gilipollas, le di con la sartén en las narices, lo confieso; tenga, espóseme, espóseme de una puta vez que ya no aguanto más”, le grita juntando sus muñecas y poniéndoselas delante de sus narices…
Todo se solucionó con la entrada de la Guardia Civil. Cuando se le explicó todo y se puso a su disposición los informes médicos pertinentes, el que se empezó a descojonar fue el agente. Como les cuento. Puso a todo el mundo firme, se rubricó el certificado –porque nadie había golpeado en la cabeza a la madre de mi amiga–, los funerarios se llevaron –por fin– el cadáver y aquí paz y después gloria.
El próximo 29 se celebra el funeral de Marisa. Desconozco si entre los invitados estarán, además de familiares y amigos, los protagonistas –médicos, enterradores, funcionarios, forenses, policías judiciales y municipales, guardias civiles y público en general…– de este culebrón que empezó entre lágrimas y acabó como un chiste de Eugenio. Que saben aquéll que diu…
Pero ustedes, por favor, no se rían.