En el curso de algunas investigaciones relacionadas con mi anterior novela, más de una vez aparecía el nombre de Jill Price. Una mujer de EEUU que no puede pasar página. Su primer recuerdo nítido se remonta a los dos años, en la cuna, cuando se sobresaltó por los ladridos de un perro. Desde los ocho retiene cada momento de su vida. “Los médicos lo llaman don; yo, tormento”, dice la mujer. Jill Price no goza de la paz que da el olvido y en su cabeza se van juntando y sumando recuerdos, sin parar. Lo mismo recuerda el horario de un avión, que la fecha del primer beso o la temperatura de un lugar. La han tratado muchos médicos. El neurocientífico Richard Morris dice que “olvidar es crucial para recordar. Si no tiramos los periódicos viejos, es difícil pensar con fluidez”.
Durante muchos años, se la ha considerado como una mujer prodigiosa. La acumuladora de datos. El almacén de recuerdos. The human calendar (textual). ¡Con todos ustedes, Jill Price! Anunciado así, a voces, por la todopoderosa Oprah. La entrevistaban como si fuera un personaje de Freaks, La parada de los monstruos, y ella daba detalles de su vida con una precisión excepcional.
Lo que tiene Jill se llama hipertimesia, del griego hyper, superior a lo normal, y thymesia, recordar. La revista especializada Neurocase habló también de este caso. La estudiaron. Los investigadores se preocuparon por su mente, sorprendidos por esa memoria autobiográfica extraordinaria que le permitía recordar su vida casi entera. Aparentemente, dijeron, el cerebro de Jill Price funcionaba de una manera totalmente diferente a lo conocido.
Jill, para hacer espacio, decidió escribir escribir escribir. Hasta cumplir los treinta y cuatro. Ahí paró. No pudo más. Estaba agotada y pasar a papel sus recuerdos no significaba eliminarlos. Al contrario, seguía todo en su cabeza y, además, en las más de cincuenta mil páginas que rellenó de diario personal. Su objetivo era aliviar la cabeza, pero el alivio no llegaba jamás.
Según los científicos, el cerebro parece que está programado para olvidar todo aquello que no parece importante, los hechos cotidianos. Olvidar es sano. Mucho. Una psiquiatra de Nueva York, Gayatri Devi, es más claro que yo: “Nos hemos obsesionado tanto con la memoria que hemos demonizado el olvido”. Hace unas novelas escribí algo similar: no querer pensar también cuenta como felicidad.
Los lectores, tras la publicación del libro, me enviaron muchos correos en los que hablaban de ese bloqueo que genera recordar algunos episodios que no ayudan a evolucionar. Estos días he vuelto a recibir muchos correos hablando de lo justicieros que somos con la memoria: recordar según conviene. Y sí, hablo de política.
Mi objetivo desde hace unas semanas es naif: recordar lo que me genere una sonrisa. Solamente eso. Nada que hable de muros o de barreras, de miedo o de odio.
Pero la cabeza es un lugar loco y, sin ser como la norteamericana Jill Price, hay recuerdos inesperados que nos asaltan empuñando un arma. Hola, estoy aquí. Justo aquello que no queríamos recuperar, vuelve. Reaparece. Afortunadamente el tiempo los hace débiles, color sepia. Y a nosotros nos pilla más fuertes.