Creo que ya lo dije alguna vez (el columnismo es una larga conversación, con sus repeticiones): mi gran descubrimiento de los últimos años ha sido cómo nada queda impune, ni en la biografía ni en la historia. Se producen azares, acontecimientos imprevistos, cambios de fortuna, pero en lo esencial hay coherencia. Los errores se pagan; de un modo u otro, tarde o temprano. Siempre.
Es triste, duro, pero de una belleza inapelable. La justicia es una matemática. Lo dijo el filósofo Anaximandro en el siglo VI a.C.: “Donde tuvo su origen, allí es preciso que retorne en su caída, de acuerdo con las determinaciones del destino. Las cosas deben pagar unas a otras su castigo y pena según sentencia del tiempo”. Es un engranaje despiadado, prodigioso. Ante nosotros, el paso imperial de la realidad.
Solo hacen falta años. Unos cuantos en la biografía; algunos más en la historia. Y cuando en la biografía se ha pasado de los cincuenta empieza a haber, como fruto inesperado, una percepción biográfica de la historia.
Los de mi edad (los nacidos en la década de 1960) ya vemos el arco argumental de nuestra vivencia histórica. Se puede resumir así: pensábamos que éramos la primera generación de españoles que se había librado de la historia de España, pero esto se ha revelado como un sueño; la historia de España nos ha caído encima con todas las de la ley. Ha llegado el momento de pagar nuestros errores, el principal de los cuales fue pensar que era fácil.
Esto ha supuesto una tremenda frustración, pero a la vez ha restablecido el hilo con nuestros antepasados. Nos parecía que eran unos extraños, que estaban muertos. Pero siguen vivos: somos nosotros. Económicamente hemos mejorado, nos hemos insertado en el progreso del mundo (siempre al borde de la ruina, por otra parte); pero nos aqueja, al cabo, la misma inutilidad. Nos sentíamos superiores y era falso.
En nuestros manuales de historia, el problema de todo el siglo XIX y que se adentraba en el XX hasta la guerra civil fue el de “la debilidad del Estado nacional” (en formulación de Juan Pablo Fusi); durante el franquismo el problema tampoco se solucionó, solo se estancó y se envició: no es lo mismo autoritarismo que fortaleza.
La culpa de la democracia nacida de la Constitución de 1978 es que el Estado se ha mantenido débil. Tuvo legitimidad, por fin, para ser fuerte: pero no se atrevió. Y de esta dejadez se han ido adueñando los turbios poderes periféricos. El “régimen del 78” muere no por lo que hizo bien –que es lo que le critican los populistas–, sino por lo que hizo mal o dejó de hacer. En términos anaximándricos, ha sido un suicidio.
De igual modo, esta Cataluña demediada que nace, hecha no solo contra España y en el odio a España, sino contra la mitad de los catalanes y en el odio a la mitad de los catalanes –es decir, contra la Cataluña real y en el odio a la Cataluña real–, pagará su castigo y pena por la misma ley implacable. Según sentencia del tiempo.