Voy en un tren a Barcelona y recuerdo la primera vez que viajé allí. Era el año 1987. Tenía yo 16, la vida en la mochila y un pasaje en un barco que iba a Mallorca. Nos íbamos de excursión de fin de curso, y toda mi clase de BUP del instituto subió en Lugo a un autocar que viajó toda la noche para llegar a Barcelona a las ocho de la mañana.
Recuerdo a aquella adolescente deslumbrada que tenía doce horas para descubrir la ciudad de los prodigios. La memoria de aquel día es una borrachera de sorpresas, de la visión de la Sagrada Familia, la casa Batlló, las tiendas fastuosas del paseo de Gracia, un colarse de rondón en el hotel Ritz para escudriñar aquel vestíbulo de lujo, las Ramblas, la explosión de olores de la Boquería, la estatua de Colón señalando el futuro y el destino, los carteles de “Barcelona, ponte guapa” con la ilusión del 92. Y al fondo, el mar Mediterráneo, azul como el cielo.
Ahora que llaman facha al hombre que escribió un himno a ese mar -el hombre cuyas canciones habíamos cantado a gritos en el autobús de los 16 años- pienso en la Barcelona que conocí entonces, la Barcelona que se convirtió en mi segunda casa cuando empecé a escribir: allí está mi agencia, allí está la editorial en la que publico, y en Barcelona viví la noche más hermosa de mi vida, cuando me hicieron finalista del premio Planeta en un 15 de octubre.
Mi Barcelona es la de las rosas de sant Jordi cada primavera, cuando la ciudad huele a papel y a tinta, es la de los paseos por Gracia y el rumor apacible de la fuente de Canaletas, la de las copas míticas de Via Veneto y una fiesta en Luz de Gas para celebrar el éxito del día del libro.
Mientras el tren se acerca a Sants y yo espero para conectarme al wifi que me permita enviar este texto, pienso en aquella vez que viajaba a Barcelona para tomar un barco, aquella vez que iba allí con el alma en un puño porque podía cambiar mi carrera como escritora, aquella vez que comprobaba mi cargamento de bolígrafos para firmar en el 23 de abril. Entonces no podía imaginar que un día habría de viajar a Barcelona con el corazón lastimado de bochorno y de pena mientras el móvil me envía noticias enloquecidas que no puedo creer porque no quiero creerme.
Devuélvanme mi Barcelona, mi Cataluña, la tierra de tantos amigos, de tantos recuerdos, de sueños cumplidos. La tierra a la que debo muchísimas cosas buenas y que, pese a quienes quieren hacer de mí una extranjera, siempre he considerado completamente mía.