Nos acercamos al momento en el que conviene decir y sobre todo decirse la verdad. La verdad es que uno sólo puede aspirar a estar bajo el manto de un Estado que una y otra vez se revelará insolvente o no lo bastante justo. No existen en el mercado real de la parafernalia estatal esos paraísos pulcros y muníficos que propugna la propaganda nacionalista (sobre todo, en periodos promocionales, cuando se trata de anteponer la mercancía propia a la de un competidor). Un Estado es un arreglo complejo, paquidérmico, con un pavoroso grado de inercia y una vastedad inasequible al control exhaustivo y a la excelencia sin fisuras. En un Estado, cualquiera, siempre hay alguien que no mide, que no llega, que no pondera bien, que se pasa, que la caga.
Para qué vamos a engañarnos: el Estado que nos cobija a los españoles ha dejado una y otra vez bastante que desear. Sin necesidad de retroceder a sus formas más ineptas y primitivas, y limitándonos a los últimos tiempos, ha mostrado sus insuficiencias en terrenos tan dispares como la ordenación del territorio, la educación pública, la supervisión bancaria, la prevención de la administración desleal de los gobernantes, la distribución de los beneficios de las épocas de bonanza y los quebrantos en las de crisis y, sobre todo, a la hora de poner a punto la solución constitucional adecuada para poder gestionar la diversidad de identidades y sentimiento existente entre sus ciudadanos.
Dicho lo anterior, sin ánimo de ser exhaustivo, corresponde sin embargo constatar que hay asuntos en los que el Estado que nos dimos los españoles (o que nos adjudicaron con un margen de maniobra muy relativo, para quien prefiera describirlo así) ha sido capaz de proporcionar a la población unos estándares de bienestar, seguridad a todos los niveles y justicia social bastante superiores a aquellos de los que partíamos hace cuarenta años, y sin comparación con los que disfruta o padece la mayoría de los habitantes del globo. Y sobre todo, un grado de libertad, y de respeto por parte de los poderes públicos de los derechos y libertades de la ciudadanía, que sólo un necio que no conozca el mundo ni la Historia puede dejar de reconocer y valorar.
En España uno puede decir y escribir casi lo que quiera, sin temer consecuencias salvo que la libertad se traduzca en actos que no necesita realizar la mayoría de la gente (como mofarse de víctimas de crímenes o injuriar a personas), y que así y todo hay una conciencia social favorable a consentir, lo que pesa sobre los jueces a la hora de examinar la posibilidad legal de sancionarlos. En cuanto a la autoridad, España es uno de los pocos países en que cabe desafiarla, incluso desairarla, sin temer una respuesta rotunda e irreparable, y quien dude y quiera comprobarlo, puede mirar vídeos de policías antidisturbios de otras latitudes.
Es preferible un estado razonablemente torpe, y libre, a otro que suscite dudas acerca de la libertad que reconocerá al que diga lo que no conviene o no siga la corriente dominante. Lo que es la torpeza, que nadie se engañe, la traen todos de serie.