La primera impresión en el Ave fue regular. Parecía que de Madrid a Barcelona viajaba todo el barrio de Salamanca. El tren iba lleno pero se veía que era un viaje de ida y vuelta, porque no había equipajes. Solo algunas mochilas y banderas, muchas banderas. Solo españolas, de momento: en los chinos de Madrid no vendían cuatribarradas. Estas empezaron a verse ya en la manifestación. Como también las europeas, a las que Josep Borrell llamaría luego "nuestras verdaderas esteladas".
El ambiente en el vagón en general era civilizado, aunque con algunas altisonancias futbolísticas. Yo me refugié en una chica sentada más adelante que, aunque iba envuelta en una bandera, leía a Shakespeare. El mercader de Venecia, concretamente. Yo mismo iba en mi burbuja: leía el Josep Pla de Arcadi Espada (las páginas en que cuenta cómo huyó del lirismo en su juventud) mientras por mis auriculares sonaban las suites inglesas de Bach; al clavecín, por supuesto.
Lo que el viaje pudiera tener de expedición colonialista (la basura indepe se nos mete incluso a los antiindepes) se nos disipó en cuanto llegamos a Barcelona y empezamos a recibir las gracias y los abrazos de las amigas y amigos catalanes. Les emocionaba que hubiésemos ido a acompañarles; que era por lo que en realidad habíamos viajado. Y les emocionaba ver su ciudad movilizándose por la libertad y no por el cepo nacionalista. Ocupaban sus calles como no las habían ocupado nunca.
Ha sido un día arrebatadoramente hermoso, suave y alegre, oxigenador, limpio. "Hemos sido un millón", dijo uno de nosotros que había podido leer algo en internet al término de la marcha. Y no se habrá visto nunca a un millón tan acogedor, tan abierto, con tantas ganas de abrir los portones interiores de su sociedad.
Y entre la alegría, ráfagas de tristeza. Mientras caminábamos bajo el sol, entre las banderas y las pancartas, mis amigos, que eran todos profesores de instituto (de francés, de historia, de filosofía) me iban contando la fanatización de sus compañeros de trabajo, sus amigos y sus familiares. Cómo se ha podrido y embrutecido el ambiente, lo pesada que se ha vuelto la vida cotidiana. Algunos pensaban en irse, repasaban sitios adonde hacerlo. Si pudieran.
Son, realmente, el tesoro de Cataluña. Y algún día los catalanes del futuro tendrán que mirarlos a ellos cuando quieran encontrar un poco de aire en la asfixiante historia de estos años. Haber resistido a la bestia del nacionalismo con la inteligencia y la elegancia con que lo han hecho, cuando lo tenían todo en contra, cuando lo fácil era abandonarse; con rabia pero sin odio, sin una gota de odio; con una admirable dignidad.
Vuelvo ahora en el Ave y me acuerdo de ellos. De pronto me da casi vergüenza de que se alegraran de que les acompañásemos, porque son ellos los que nos han acompañado y nos acompañan. Nos han dado un día bellísimo.