Tarde interminable. Puigdemont ha retrasado una hora su comparecencia en el Parlamento de Cataluña y se suceden los rumores. Puede que haya recibido la llamada de un misterioso miembro del Consejo Europeo. Puede que sus socios de la CUP no estén de acuerdo con el contenido de su intervención. Puede que no se atreva a hacer lo que cientos de miles de catalanes esperan que haga.
Yo, por mi parte, no puedo hacer nada, ni leer, ni distraerme. Un desasosiego interior me atormenta con insidiosos, con indefinibles presentimientos. Y lo tuiteo.
Me siento en el sofá de mi salón. Desde él diviso TV3, donde un cuarteto de ignotos tertulianos especula sobre el retraso del presidente. “La tardanza demuestra que Puigdemont ha apostado hasta el último minuto por la carta del diálogo”.
Las pruebas de tal afirmación son inexistentes: el tertuliano se lo acaba de sacar de la manga. Pero exhibe sin rubor su mercancía averiada en hora de máxima audiencia con tanta seguridad que no pocos catalanes deben de haberle creído. No sé por qué me quedo varias veces absorto, contemplando ese panorama familiar, archisabido, pero que hoy parece tener un significado misterioso, profundo distinto del ordinario.
Actualizo Twitter cada pocos segundos. Cada minuto se escriben cientos de tuits sobre el tema. Estoy, pues, incomunicado. Imposible sacar nada en claro de ese caos. Entonces me refugio en la tele, al acecho de la declaración anunciada, que sigue retrasándose. Por fin, nos dicen que el presidente de Cataluña hablará al pueblo a las siete desde la tribuna de oradores del Parlamento de Cataluña. Distraigo la impaciencia tuiteando algún chiste malo, y a las siete en punto estoy de vuelta y ante el aparato.
No se hace esperar mucho. TV3 conecta con el hemiciclo. La silenciosa estancia donde yo escucho se inunda de un bronco rumor, como de hervidero humano. Es el gentío apiñado en el paseo Lluís Companys. Miro al paisanaje, aguardando. La masa de la ciudad lejana aparece inmóvil, serena, bajo la noche en calma y frente a las pantallas gigantes instaladas al pie del Arco del Triunfo. Parece mentira que de aquel fondo plácido pueda brotar ese rumor de marejada ardiente.
Se oyen pasos. Alguien se acerca al palco de oradores. Es él: el presidente. Es Puigdemont. El silencio es estrepitoso. El presidente tose y bebe un trago de agua. Y su voz característica, con su acento gerundense, se alza en medio de un silencio imponente: habla fuerte, claro y firme, aunque se le nota nervioso.
Lee su intervención, probablemente retocada cientos de veces y abarrotada de tachones y rectificaciones. Y sus palabras son como otros tantos relámpagos. Tras veinte minutos en los que el presidente repasa la lista de agravios, ofensas y humillaciones sufridas a manos del pérfido Gobierno español, Puigdemont asume el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república; pocos segundos después, propone que el Parlamento suspenda los efectos de esa declaración de independencia para emprender un diálogo que conduzca a una solución acordada con el Gobierno de Madrid.
Es algo formidable. Mientras escucho me parece como si estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, que un galimatías impresentable. ¡Y un galimatías impresentable —que nadie acierta a valorar, ni a interpretar, ni a entender— en el preciso instante en que Cataluña, tras largas décadas de bonanza económica y amplia autonomía, había logrado, sin riesgo alguno, gracias a la Constitución y a la democracia, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en su verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana!
En estas circunstancias la Generalidad declara y suspende en la misma frase la independencia, esto es, fuerza al Gobierno de Madrid a tomar la iniciativa, cuando jamás el Gobierno de Madrid se atrevió ni se habría atrevido a hacerlo si no se le hubiera forzado a ello.
Y eso, ¿por qué? Por un Estado catalán que, dada ya la existencia de la Generalidad, no se necesita para nada… Estoy anonadado, realmente sorprendido. Y luego me doy cuenta, porque ya no escucho, de que Puigdemont sigue hablando de diálogo, aunque ya da igual.
Me levanto casi tambaleando, como el hombre a quien acaban de dar varios mazazos en la frente. ¿Era, pues, verdad que no se atrevería? ¿O se ha atrevido sin atreverse con una declaración política y sin supuesto valor jurídico? Esto ya no tiene remedio.
Y como creo conocer un poco a Puigdemont, y le tengo por un loco, pero no por un imbécil, me digo que, cuando él ha hablado así, de tan espantosa manera, es que algo trama, y que calcula una jugada segura, infalible. Y entonces me asusto más todavía, porque me digo que sin duda nos aguardan terribles acontecimientos, una verdadera indefinición política, larga, feroz e incalculable, y una independencia de hechos consumados cocinada a fuego lento durante meses.
Después de hacer como que analizo su declaración, vuelvo a ver TV3. No dice nada interesante. ¡Y algo debe ocurrir, sin embargo, por esos mundos de Dios! Pero he ahí que, a la media hora, bruscamente, nos anuncian que el presidente y los diputados de JxSí y la CUP se preparan para firmar una declaración de independencia en la que no se menciona la tan polémica “suspensión”.
¡Ah, Dios mío! ¡Ya se armó la cosa!
Entonces comienza de verdad la noche absurda, la disparatada noche que los catalanes no podremos olvidar jamás. Lo digo sin exagerar lo más mínimo: la noche más delirante de mi vida. Una velada espantosa, hasta rendirme, hasta extenuarme, ante ese aparato infernal, pendiente de las cosas fantásticas, monstruosas, enloquecedoras, que de él van brotando.Nunca sentí con tanta fuerza, ni con tal impotencia de mi parte, la pesadumbre abrumadora de un destino adverso.
Poco después de la firma, el grupo Planeta anuncia su salida de Cataluña. Esta vez, a través de internet, mezcladas con las noticias que se derraman en mi TL de Twitter, oigo claramente las risotadas en las redes sociales. Quizá infravaloran lo ocurrido.
Mientras escucho el combate invisible, por la pantalla de mi portátil, abierto a la frescura de la noche, veo lloros, los de los independentistas decepcionados, pero en otro plano y en tono distinto, resonando a lo lejos, en el seno de la oscura masa urbana sumida en la sombra y salpicada de puntos de luz. ¿Los habrán sacrificado para disimular su verdadero as en la manga?
Viene del fondo un rumor retumbante. Y, en seguida, TV3 anuncia que comparece la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría. Soraya dice que Puigdemont no sabe dónde está ni adónde va, y que no hoy, sino mañana, se ha convocado un Consejo de Ministros extraordinario muy importante. No lo entiendo bien, ni puedo figurarme si el Gobierno va a hacer algo e invocar el artículo 155 de la Constitución o no va hacer nada, pero sigo escuchando con el alma pendiente de un hilo.
Empiezan las horas de locura. Cada cinco o diez minutos, en un tono exaltado y nervioso, en sensible crescendo, nos van dando noticias. TV3 sigue hablando de independencia aplazada, pero no dice por cuánto tiempo, ni cómo será ese diálogo que pedía Puigdemont, ni con qué objetivo, ni qué tiene previsto ofrecer a cambio la Generalidad, ni de quién depende la suspensión de la suspensión, es decir la activación definitiva de la independencia. Pero los tertulianos de la cadena catalana hablan y no paran de hablar. ¿Cómo es posible no entender nada de lo que sucede y al mismo tiempo pontificar de ese modo casi delirante? No nos dejan ni reflexionar. Cuando no hablan ponen publicidad de somníferos. Debe de ser un mensaje subliminal.
Pero hay una contradicción angustiosa entre el caos de interpretaciones de los presentadores de la televisión catalana y esa serenidad profunda de la noche sobre la ciudad. Diríase que Barcelona, vista de lejos, está en calma, y que la fiebre que sentimos se debe tan sólo a esa caja demente que nos lanza discursos inflamados, imágenes de la masa decepcionada volviendo a sus hogares, algunos a lomos de sus tractores, rumores de traición y declaraciones de políticos a la espera de lo que decida mañana el Gobierno.
El País, La Vanguardia, el Ara, el Punt Avui o el ABC, con sus voces vibrantes o melancólicas de periodistas, columnistas y politólogos, procuran informarnos, pero en realidad sólo consiguen aturdirnos espantosamente.
Eso es, en efecto, algo que no debe haber ocurrido nunca en el mundo, ni en Sudamérica, ni en los Balcanes, ni en China: un combate decisivo, a golpe de ambigüedad semántica y de una flagrante inseguridad jurídica, en el que se juega el presente de todo un país, y que se va retransmitiendo por las redes sociales, entre memes frenéticos y chistes sobre la breve masculinidad de Puigdemont, por decirlo finamente. Si yo no lo hubiese vivido, no lo creería; pero las cosas ocurrían, por ejemplo, así: “Que nunca más, que nadie más diga que Catalunya no quiere dialogar. Veremos cuán demócrata es el Régimen del 78. Otra vez”.
Y, en efecto, el diputado Rufián y otros independentistas mediáticos como él aparecían en Twitter, dos, cinco, diez veces, y decían cosas como estas: «Lara entró por la Diagonal con un tanque. ¿Qué esperabais?” (Toni Soler) o “Que el Parlamento levante la suspensión a la primera señal de negativa al diálogo” (Jordi Graupera). Pero más tarde, a medida que avanzaba la noche y crecía la angustia de los catalanes, los más convencidos de la causa comenzaron a gritar por las redes: “Tened fe. Hace unos meses no podíamos creer que llegaríamos tan lejos”.
Pero, fe ¿para qué? ¿No era justo en ese momento, a esas horas, cuando más fe debían tener? Probablemente no, porque los extraños que peroraban, más que combatir, continuaban llamando con la mayor urgencia al diálogo a los socialistas, a Ada Colau, a la comunidad internacional, a los mediadores, a todo el que quisiera darse por aludido, hasta al Gobierno de Madrid.
¿Un independentista pidiendo diálogo al Gobierno de Madrid cuando acaba de declarar la independencia? Poco después, con voz ya extenuada, se dirigían verdaderos y claros llamamientos a los partidos de la izquierda populista española para que mandaran mensajes de apoyo. ¿Pero no son ya independientes aunque suspensos? ¿Y más allá de pedir diálogo en abstracto, a altas horas de la noche, sin saber qué se ofrece, y por qué, y quién lo hace, qué puede hacer Pablo Iglesias?
Y así estábamos millares de catalanes, desconcertados y embrutecidos, oyendo cosas descomunales y sin poder hacer nada. Y lo más terrible es que, después de las noticias o las alocuciones tremendas, el portavoz decía con una naturalidad espeluznante: “Vamos con más reacciones”. Y, en efecto, de aquel abismo sonoro, al que estábamos asomados con el alma entera desde hacía siete horas, mirando qué se decidía en su fondo vertiginoso, si la ruina o la salvación de la patria, surgían, insoportables, horribles, como mofas o blasfemias, unas voces melifluas cantando: “Diálogo, diálogo”.
Yo creo que nunca más podré escuchar, sin un estremecimiento de horror instintivo, esas abominables melodías.
Llegó un momento, ya a altas horas de la noche, en que los presentadores de TV3 parecían poseídos materialmente de una suerte de delirium tremens revolucionario. Llamaban a los catalanes a la paciencia, llamaban al Gobierno al diálogo, llamaban a las sombras de la noche, y las llamaban en catalán, eso sí, con voces embarulladas y febricitantes. Yo no podía más.
A las dos y media oí vagamente que la declaración de independencia firmada por todos los diputados independentistas no se publicaría en el Diario Oficial de la Generalidad. También dijeron —y esto ya lo recuerdo como en el final de una pesadilla espantosa— que la CUP abandonaría el Parlamento hasta que la independencia fuera efectiva, lo que implicaba la pérdida de la mayoría absoluta para el Gobierno. Y que tres de las principales asociaciones de fiscales consideraban la intervención del presidente como una declaración unilateral de independencia y como un golpe al Estado de derecho.
También, finalmente, la sospecha de que toda la intervención en el Parlamento de Puigdemont ha sido sólo un Macguffin de la Generalidad para colar la verdadera declaración de independencia (el documento firmado por los diputados media hora después del fin del pleno). La sospecha, en definitiva, de que todo lo vivido hoy ha sido sólo una enorme, ciclópea, conjura (triunfante) de los necios.
Seguían las redes escupiendo tuits y posts y vídeocomentarios, y yo, rendido de cansancio —desde las cuatro de la madrugada de ayer, veintidós horas, estaba enganchado a las noticias—, corté la comunicación y me fui a dormir con mi chica.
(Este artículo es una réplica actualizada del que escribió Gaziel el 6 de octubre de 1934 tras la proclamación del Estado Catalán por parte de Lluís Companys desde el balcón de la Generalidad)