En estas circunstancias, lo llamativo para mí es que haya todavía personas cívicas, honradas, sensatas, responsables, dialogantes. Porque lo normal sería que todos pensáramos: si los que hemos elegido son así, quiénes los han elegido.
Este tipo de situaciones de desconfianza, desasosiego y bronca prolongada son las que conducen a los ciudadanos a dejar de serlo. Da mucho miedo la violencia, también la violencia verbal.
No sólo los políticos deben dialogar como se insta desde las movilizaciones virtuales o desde las reales. También los ciudadanos. Menos bronca, menos estampar palabras en la cara de otro y más mesura. Todos tenemos algo de culpa. ¿Quién si no?
Todo el mundo cree que el otro es el que está equivocado. Todo el mundo tiene la razón. Y la razón va como la falsa moneda, de mano en mano, y ninguno se la queda. También los medios. Los titulares apocalípticos. Los textos arrebatados y vehementes. También, por supuesto, los noticieros y las tertulias incendiarias. Y también sus “moderadores”. Porque con más ruido no se escucha mejor, porque con más imágenes en bucle no se explica más claro, ni se informa, ni es más nítido. Al revés. El barullo en el que andamos metidos es pecado de todos. También tuyo, también mío. Mucho colérico anda suelto y demasiado mensaje iracundo volando entre las calles. Todos deben, debemos, bajar un escalón y sacar la mano del fuego. ¡Nos quemamos!
Y por supuesto, ya que estas columnas circulan por redes sociales, también los tuiteros. Sí. Vertedero de bulos, patrañas, cuentos, engaños y odio. Ha degradado todo en un tono insultante y, desde el anonimato cobarde, se destila demasiado veneno. Se lanzan demasiadas groserías como en las plazas más zafias. Hay una desproporcionada región de odiadores, tuiteros a los que todo les parece una mierda, incapaces de discutir civilizadamente, de manera interesante y útil. Y, ¡curioso!, son también ellos los que piden diálogo. Así no. Sus gifs, sus paparruchas y sus matracas. Malditos tercos.
El odio va más rápido que el amor, corre a más velocidad. ¿Necesitas pruebas de esta afirmación? La capacidad del ser humano para la autodestrucción nunca dejará de sorprenderme.
Llamo a casa para saber qué tal está la gente a la que quiero. ¿Mamá?, digo al descolgar. ¿Qué tal en casa? Y ella me dice la frase con la que continúo escribiendo.
No está el horno para bollos. Y sin embargo, lo tenemos encendido todo el día. Qué diablos estamos haciendo. Porque lo normal sería que todos conociéramos la historia que nos precede, los dramas que han provocado líderes ajenos y lejanos. Pero aquello que siempre pasa allí, está ahora aquí, entre nosotros.
Mientras tanto… Qué.
La corrupción sigue entrando y saliendo de juzgados, las colas de desahuciados buscando un plato de comida en la calle Corredera de San Pablo, los alquileres basura y los engaños, las comisiones abusivas, las listas de espera y las listas del paro.
Ilusionante dicen algunos menguando la situación. Ilusionante Roalh Dahl, venga ya. No jodamos. Desafiante, dicen otros. Los únicos desafíos que me atraen últimamente, que me atrapan de manera fiel, son los de la ciencia, los de la cultura y los del amor.