Sucedió el año pasado: la hija de un amigo, una niña tímida y dulce, de apenas cuatro años, volvió un día de su colegio en Barcelona diciendo que quienes no hablaban catalán eran tontos. Se lo había dicho la profe, confesó, cuando sus padres quisieron saber de dónde había sacado semejante cosa.
El caso de esta chiquilla es uno de tantos, de miles, que se viven a diario en los colegios catalanes. Podría llenar un libro con anécdotas que conozco de primera mano, como la de aquel adolescente que la primera vez que viajó a Madrid dijo que no era raro que fuese bonito “con lo que nos han robado”.
Hace cuatro años, los alumnos de un colegio de Lérida me preguntaron si en Madrid se celebraban las derrotas del Barça con baños en la Cibeles, porque ya sabían ellos que allí se les odia. El mapa de la manipulación se dibujó estos días con historias abracadabrantes sobre maestros que hostigaban a los hijos de guardias civiles o docentes que animaban a hacer listas de familias sospechosas de no tener intención de votar el 1-O.
El otro día, mi compañero Toni Cantó desgranó desde la tribuna del Congreso toda una selección de horrores que demuestran la manipulación que se ejerce en Cataluña sobre menores de edad. Unan a eso los libros de texto falseados, la historia modelada a gusto del independentismo y la negación constante de la realidad nacional, y tendremos un plan supremacista que habría aplaudido el mismo Goebbels.
Lo peor de todo ni siquiera es el cuidadoso trabajo de los fascistas de nuevo cuño, sino que durante años los sucesivos gobiernos y distintos ministros de Educación jugaron a ignorar el drama que se gestaba en las escuelas de Cataluña. A pesar de la cesión de competencias educativas, el Estado tiene un instrumento –la Alta Inspección– que puede poner coto a los abusos cometidos en el ámbito escolar. Pero nunca se echó mano de él. El adoctrinamiento de los menores era moneda de cambio para una supuesta estabilidad política.
El PP y el PSOE pagaron muchas balsas de aceite permitiendo que llenasen de basura las cabezas de los niños catalanes, que crecen creyendo que Wifredo el Velloso tiene más peso en la historia que los Reyes Católicos. Todos los ministros de Educación conocían lo que pasaba en las escuelas en Cataluña, pero prefirieron no intervenir. Sabían que la inmersión lingüística estaba aplastando la enseñanza en castellano, que se falseaba la historia, que se educaba a los niños en el desprecio a España, pero miraron hacia otro lado ignorando, entre otras cosas, su obligación de cuidar de los alumnos. Ahora, esos niños a los que nadie protegió gritan "Madrid ens roba", llaman "fills de putes" a los guardias civiles y creen que sus abuelos emigrantes son gilipollas por hablar castellano.