“Desgraciadamente el odio es casi siempre un camino sin retorno, un billete sólo de ida, pues dejar de odiar es siempre difícil, muy difícil”, leo en un libro que cae en mis manos por casualidad. Se titula Emociones corrosivas (Ariel) y su autor es Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología del Instituto de Neurociencia en la Facultad de Psicología de la autónoma de Barcelona.
La frase, tan rotunda como desalentadora, me arrastra a pensar que no hay solución ni cura posible, que el odio ya nos tiene rodeados y no podremos escapar. Que esto que padecemos ahora, esto que vemos cada día, que empezamos a sentir en nuestra piel se va a pegar a nosotros como una lapa y no nos va a abandonar. En nuestra vida cotidiana se ha instalado el odio que como afirma Morgado “es una emoción negativa profunda e intensa, causada por la creencia o el juicio de que el otro, el odiado, es un ser malvado y detestable”.
Nos odiamos. Con más o menos intensidad pero nos odiamos. Hay demasiados odiadores que se retroalimentan a diario de su odio, obsesionados de un modo paranoico con él hasta convertirlo en su modo de vida. La crisis catalana nos ha abierto en canal y ha hecho aflorar lo peor de nosotros mismos. Y lo peor de nosotros mismos siempre resulta infinitamente peor de lo que creemos.
Un sector de la sociedad catalana odia a otro sector de la sociedad catalana y al resto de los españoles. Estos, cansados de que los odien por el simple hecho de ser españoles, también pueden llegar a odiar intensamente a ese sector catalán malvado y detestable. Pero que nadie se consuele pensando que son ellos, sean quienes sean ellos, los que odian más. Todos odiamos y aunque unos lo hagan con mayor virulencia y tenacidad que otros, al final, si todo se tuerce, poco importará quién fue el primero.
Leo en Emociones corrosivas: “Los líderes con sus palabras y acciones instigan con frecuencia al odio y a la exclusión social de los odiados, muchas veces señalándolos explícitamente y considerándolos como intrusos en su país o en su particular grupo o sociedad. Sus seguidores se identifican con ellos y con la ideología que propagan. Su principal recurso es la demonización del adversario, lo que intensifica el sentido de que la animadversión e incluso la violencia contra él podría estar justificada, y eso reduce la inhibición de quienes odian para actuar en modos diversos ”.
Leo más: “El adoctrinamiento ideológico mismo suele responder a odios ancestrales que interesa perpetuar, y a ambiciones de poder. Es muy grave, por perjudicial, cuando tiene lugar desde el propio gobierno de un país y se manifiesta especialmente en la educación de los más jóvenes. Suele basarse en mentiras o en medias verdades sobre la historia del país y sobre las responsabilidades y las causas y causantes de los males presentes que afectan a parte o al conjunto de su población. La educación puede inocular de manera bastante irreversible el virus del odio en los plásticos y absorbentes cerebros de los adolescentes, e incluso de niños más pequeños, como el caso de una escuela de Tarragona donde el maestro preparó una obra de teatro con sus jovencitos alumnos en los que éstos asumían protagonismos de odio en lucha histórica contra supuestos usurpadores españoles”.
Pero que nadie en el resto de España se crezca porque es casi seguro de que algún punto de nuestra geografía cainita, algún profesor ha querido emular a su colega de Tarragona y ha incendiado alguna que otra aula responsabilizando a los catalanes hasta de las siete plagas de Egipto.
Nos odiamos. Y cada día que pasa este odio aumenta exponencialmente. El ingreso en prisión el pasado lunes por la noche de dos ideólogos del independentismo catalán a buen seguro que elevará aún más las cotas de un desencuentro sin solución. Y el odio, que ya está en muchos hogares catalanes y en demasiadas familias que han dejado de verse y hablarse, puede llegar a la calle para apoderarse definitivamente de ella, para quedarse y desplazar a los intrusos, con la ayuda, si fuera necesaria, de esa violencia que podría estar justificada. Y así suele empezar todo. Con un odio que algunos alentaron y que, según la cita de Alphonse Daudet que recoge Morgado para su libro, “es la cólera de los débiles”.
Sigo leyendo y ya acabo: “La consideración de intrusos, con su consecuente demonización, estuvo ejemplarmente implícita en las vehementes palabras que en su día pronunció en un mitin la líder independentista Carme Forcadell, cuando negó con meridiana claridad la pertenencia a Cataluña de partidos como el PP o Ciudadanos”.
Lo más grave del odio –la peor y más peligrosa de todas las emociones corrosivas, según el autor del libro, muy por delante de la envidia, la codicia, la culpabilidad, la vergüenza o la vanidad– es que una vez inoculado su veneno ya nadie puede frenar su irresistible expansión, ni tan siquiera aquellos que lo provocaron, y crece sin control, especialmente si busca acomodo en una masa proclive a culpar siempre a los demás de su propia inferioridad.
Todos estamos obligados a luchar enérgicamente contra los eventuales gérmenes del odio colectivo, dejó escrito Václav Havel antes de irse. Él sabía muy bien de lo que hablaba, deberíamos hacerle caso antes de que sea demasiado tarde y entremos sin remedio en ese camino sin retorno…