“Mejor la destrucción, el fuego”. Así dice un célebre verso de uno de nuestros poetas mayores, Luis Cernuda, y quienes en estos días confusos y absurdos nos marcan el paso a todos parecen haberlo asumido como la divisa principal de su existencia. Ya hace tiempo que el independentismo catalán transmite una sensación inquietante, la de que le importa poco que su proyecto resulte dudosamente viable en el plano político, calamitoso en lo económico y devastador en el plano social. Se trata de provocar el máximo destrozo posible en el edificio constitucional español, sin importar los efectos (severos) que la deflagración no puede dejar de causar en Cataluña. Es de ese estropicio, norte primero de sus actos, de donde esperan extraer, a corto, medio y largo plazo, el rédito que los mueve, y que pasa más por restarle vigor al proyecto ajeno que por llegar a poner en pie el propio.
En esa clave deben entenderse las misivas elusivas con que Puigdemont ha decidido mofarse de los dos requerimientos que le ha dirigido el gobierno español, y que podrán considerarse oportunos o inoportunos, pero al menos tenían la virtud de la claridad: uno, diga usted si se declaró ya o no la independencia; dos, diga usted si está dispuesto a acogerse de nuevo, o no, al abrigo de las leyes que nos obligan a todos. Escurrir el bulto no ofrece tranquilidad alguna a quien así interpela, por lo que es de sentido común que se sitúe en el escenario negativo: el que se deriva de una independencia de la que no se apea quien la puso encima de la mesa y de una vulneración del marco constitucional sin propósito de enmienda. Que en ese contexto se inicie el procedimiento para tomar disposiciones preventivas de males mayores (no otra cosa es el artículo 155), resulta más que comprensible, y honra a quienes han dado el paso que aun iniciada esa vía den a entender que nada es aún irreversible y que antes de que la decisión se tome hay días para reconsiderarla.
Frente a tan cauta y comedida respuesta, se entienden poco los aspavientos de un Govern que ha pulverizado el reglamento del Parlament (ignorando a sus letrados), el Estatut y la Constitución; ha desoído la prohibición judicial de convocar y celebrar el referéndum; ha contado como le ha dado la gana los votos de este; y ha declarado que la independencia ya está decidida, por más que le haga al Gobierno central el favor de darle un tiempo para que se trague el sapo sin rechistar. Si el soberanismo no se baja de tamaño pedestal de arrogancia, no deja a su interlocutor otra alternativa que entrar en la fase destructiva que supone la suspensión del autogobierno, y que cada día parece más que es lo que secretamente desea. Algo que no cabe celebrar y que, si al final sucede, más vale impedir que sirva para colmar los deseos secretos de esos otros dinamiteros que sueñan con la completa humillación de los catalanes independentistas. Mejor, siempre, la construcción; el agua al enemigo que es también nosotros.