Cuando se limpió las gafas se dio cuenta de que no era ella con la que había quedado. Era otra. Otro bar. Otra ciudad. Pero ella, por cortesía, le dejó hablar. Los parroquianos bebían a esas horas de la mañana y se abrigaban, también con bufandas. Les miraban desde la barra, donde el codo se empina y se apoya con igual fuerza. La pareja tenía una edad similar pero parecían de mundos lejanos, distintos; se habían sentado en la mesa de la esquina, donde la ventana, y no sabían qué decirse.
Este observador que escribe fingía que salpicaba palabras en su pantalla de ordenador con orden y concierto, pero solo tecleaba querty, azerty, dvorak, colmak para disimular. Ellos hablaban con pudor y misterio. Se miraban más allá de las pupilas, donde están los sueños de futuro y los recuerdos del pasado. Él pidió un café con leche y ella un expreso. El camarero lo sirvió con rapidez confundiendo la comanda. Se miraron. Y en el sentido de las agujas del reloj cambiaron las tazas de plato. Tú aquí, yo allí. Los dos. Ella sacó un libro del bolso y se lo tendió, era Je l’aimais de Anna Gavalda. Un libro usado, leído y… con dedicatoria vieja. Él la leyó varias veces. Estuvo un largo rato apretando los labios y titubeando con las manos sobre las páginas, recorriendo las letras de su firma como si volviera a estamparla con aquel ímpetu y a sentir el trazo.
No puedo decir cuánto tiempo transcurrió.
Querty, azerty, dvorak, colmak.
Este que escribe siguió con sus ejercicios de mecanografía y lamentó que el camarero subiera el volumen de la música hasta llenar el aire. Sin embargo, a ella le gustó la canción que sonaba. Eso la devolvió a la vida. Sonrió primero. Habló de cuando estaban juntos, de lo feliz que la hizo el viaje a Lisboa, de su manía por poner los libros tumbados -“para que no se escurrieran las letras”-, de la casa en el campo, de la camada de perros que inundó salón, pasillo, sofá y vida, de su gusto por el agua con gas y limón, del primer coche, de la moto en la que se rompió la tibia, del casco con sus iniciales, del reloj de pulsera, de su forma de dormir y roncar, de las películas los miércoles, la cena los jueves y el teatro de los viernes, de las ausencias los fines de semana, de los silencios, de las llamadas extrañas, de las mentiras, de la primera palabra en voz alta, del grito, del portazo y del adiós.
Este que escribe tecleó “adiós” en reverberación a su voz.
El chico se dio cuenta de que ella era otra. Que aquella de los jueves era nueva. Ajena. Ella volvió a coger el libro con el tequiero escrito en mayúsculas y le pareció que las ocho letras no eran más que letras. Vocales y consonantes con las que aprender a escribir mecanografía. Desordenadas. Le dejó la novela sobre la mesa y se fue. Pareció que volaba sin peso. Ligera.
Esto último fue una sensación de este que escribe.