Habrá que explicar que el conflicto nunca fue un “España contra Cataluña”.
Habrá que explicar que Cataluña nunca fue (como España nunca ha sido) monolítica. Habrá que explicar que solo un 29% de catalanes quería la declaración unilateral de independencia. Que el 52% de catalanes había votado a partidos no-independentistas. Que los partidarios del No no reconocieron la validez de -y por lo tanto no participaron en- el presunto referéndum del 1 de octubre. Que la independencia se proclamó en base a una votación sin garantías en la que solo el 38% del censo habría votado que sí. Que esa Constitución que la DUI pretendía derogar había sido aprobada en 1978 por los catalanes con una participación el 68% y un porcentaje de síes del 92%.
Habrá que explicar que una de las razones por las que se montó aquel cristo fue por una perversión del lenguaje. Una perversión que nos llevó a hablar de pueblos, de sentimientos nacionales, de derechos históricos, de dignidades telúricas, en vez de hablar de ciudadanos. De personas.
Habrá que explicar que buena parte de las elites políticas, mediáticas e intelectuales de toda España transigió durante cuarenta años con esa perversión del lenguaje; que durante mucho tiempo se dieron por válidas expresiones como “el sentir de Cataluña”, “la personalidad histórica”, “Cataluña no se siente cómoda”, en vez de denunciarlas rotundamente como lo que eran: vaguedades patentemente engañosas, impropias de un debate público en la Europa del siglo XXI, puestas en marcha por una élite irresponsable que se benefició durante décadas del enfrentamiento. Habrá que explicar que, además, aquel presunto pragmatismo no sirvió de nada.
Habrá que explicar que lo fundamental de aquel otoño caluroso y terrible de 2017 no fueron las actuaciones policiales. Que eso, se piense lo que se piense de ello, no fue ni el centro de aquella historia ni lo que determinó nada. Habrá que explicar que el foco de todo lo que sucedió fue el delirio de una oligarquía nacionalista que, junto con su entramado clientelar, vulneró los derechos de todos los catalanes –y del resto de españoles– y puso en riesgo su bienestar, su convivencia y sus estructuras de autogobierno en una nefasta huida hacia adelante.
Habrá que explicar cuánto robó Pujol.
Habrá que explicar qué fue el 3%.
Habrá que explicar que Artur Mas tuvo que entrar en el Parlament en helicóptero.
Habrá que explicar que, en los días anteriores a la DUI, muchos ciudadanos de toda España parecían pensar que lo más grave que estaba sucediendo en su país era la aparición de banderas nacionales en los balcones. Habrá que contar que, en las horas posteriores a la DUI, muchos lamentaron profundamente el comienzo de una “espiral recentralizadora”. Habrá que explicar, en fin, que no se pudo hacer nada por la deficiente cultura constitucional con la que varios sectores llegaron al 27 de octubre. Que ese fue otro de los fracasos.
Habrá que explicar, por otro lado, que muchos españoles que no habíamos votado al Partido Popular entendíamos que hay cosas que están muy por encima del partido que gobierna.
También habrá que explicar que las lenguas y las culturas pueden y deben coexistir, pueden y deben ser respetadas y celebradas por todos, sin que esto obligue a su secuestro para legitimar proyectos políticos secesionistas.
Habrá que explicar, ya puestos, que el procés no fue la fiesta cívica y jovial que proclamaban sus defensores. Habrá que decir que muchos independentistas se mantuvieron en el respeto y en el civismo, pero que también hubo bastantes que participaron en los escraches, los acosos, los insultos, las pintadas, los piquetes. Habrá que explicar que algunos nacionalistas publicaron listas de malos catalanes del pasado y del presente. Habrá que explicar que los alumnos de un instituto tuvieron que pedir a sus profesores que respetaran a aquellos compañeros suyos que eran hijos de guardias civiles. Habrá que explicar que la presidenta del Parlament declaró que los votantes de PP y Ciudadanos no formaban parte del “pueblo catalán”.
Habrá que explicar que el recorte del Estatut no fue un atentado inadmisible contra la dignidad de Cataluña. Habrá que explicar que los conflictos competenciales entre gobierno nacional y gobiernos regionales son habituales en muchos Estados modernos, y que muchos de ellos terminan con la mediación de un tribunal que decide cuál de las partes tiene, en cada momento, la razón. Habrá que explicar que fue la clase política nacionalista la que exageró histriónicamente aquel episodio, con el ánimo de avivar el victimismo que tantos réditos políticos parecía darles.
Habrá que explicar todo esto mientras un Pablo Iglesias octogenario da charlas por toda España diciendo que las cosas podrían haber sido distintas, que si no hubiera sido por el PP, que si no hubiera sido por el Rey, en fin. Habrá que explicarlo, probablemente, mientras otros octogenarios salen de vez en cuando en los medios diciendo que ellos no reconocen al Estado español, y que aún recuerdan la represión fascista, y que cada año celebran el 27 de octubre.
Pero lo fundamental es que todo esto debe ser explicado en un país donde el gobierno, con el apoyo de los principales partidos constitucionalistas, restableció la legalidad. En un país donde no se abandonó a la mayoría contraria a la DUI. Y en un país en el que los millares de ciudadanos que de buena fe se sentían independentistas se dieron, finalmente, cuenta de que el camino elegido era una vía muerta, que la Arcadia prometida era falsa, que sus élites políticas y mediáticas les habían mentido, y que cualquier reivindicación legítima y real que tuviesen se podía tratar dentro de la legalidad.
Habrá que explicar todo esto, en fin, como parte de una gigantesca tarea de reconstrucción. Una reconstrucción de la legalidad, de las instituciones, de la convivencia, de la cultura política, del debate público y, sobre todo, de los lazos que siempre nos han unido.
Eso es lo fundamental. Lo demás solo requiere paciencia.