Tal vez el mundo se divida entre los que han nacido en el pueblo y los que no.
Echo de menos Utiel y Buñol. Dice mi madre que lo que pasa es que estoy demasiado en la ciudad, porque me atrapa; dice que ella me conoce y que soy cosmopolita, pero que me doy a la nostalgia muy fácilmente. Y eso pasa. Echo de menos el rato que echaba tras los deberes cuando me iba a dar una vuelta con la Paqui, la Ana o el Emilio. Así lo decía y así lo debo escribir, que en la memoria de este valenciano es inseparable el artículo del nombre. El camino de lagartijas con aquel granado solitario de la esquina era mi ruta hasta los recreativos Bola 8 donde estaba la pinball, el billar rasgado y las primeras golosinas. Luego, pipas en mano, salábamos la tarde en el muro del bar Patrón, que entonces era la moda y el faro de iniciaciones varias. Allí te sentías observado. Bueno, más concretamente, allí observabas.
Yo iba a Patrón con mi camiseta de rayas que me parecía francesa, aunque -lo recuerdo bien, el eco de la juventud reverbera mucho- alguien me dijo que era de abeja maya. Debió hundirme, pero me vale para hoy como metáfora de los primeros fracasos adolescentes. Mas no nos desviemos, aquellas tardes en las que nos quedábamos cuajados en el murete de la calle, ay, pasaron. Y aquí ando hoy, con la memoria floja por el ayer. Nosotros, los de entonces…
Echo de menos el olor de la vendimia, cuando los tractores llegaban a la cooperativa de Utiel cargados hasta los topes y volcaban la cosecha en las trituradoras. Qué olor. Si aspiro me llevo las letras del texto. Echo de menos la primera verbena de Buñol, la primera paga y la primera cena de bocadillo en los escalones de la feria. Lo he dicho, mi afición desmedida por la melancolía tiene lo que tiene.
Vuelvo a aquellos lugares por donde sonaba Radio Futura y comía pipas, por otros motivos. Y me fastidia que hayan reformado la plaza, que hayan cambiado los nombres o que no esté ni el granado ni la papelería donde me gastaba la paga en cartulinas, lapiceros y carpetas. Veo que hay un banco y una frutería. Que el bar se llama de otra manera. Que hay sillas donde el muro. Que los alcaldes, tantos y tan variados, han hecho de su capa un sayo y de su gusto un capricho. La manía de dejar huella y borrar la memoria.
No entenderé nunca que quieran parecer ciudades, las ciudades son caóticas y -muchas veces- asépticas. El pueblo debe conservar la magia, la esencia, la cal, la piedra y los aromas. Si no, no serían pueblos. Vestirlos de pequeñas urbes con papeleras raras, fuentes sin gracia y eliminar adoquines por los que ha pasado la vida, no hace más que borrarlos, difuminarlos y hacerlos parecidos. Esa especie de clonación y fábrica de farolas presuntamente modernas que se les mete a todos los cargos en la cabeza para ser innovadores. Se creen que pasan a la historia cuando es la historia la que les arrolla.
Mis pueblos aguantan, resisten con su idiosincrasia y sus tradiciones pese a todo. Mantienen la personalidad y los sabores. Y siento orgullo de ser de ellos, de ser de pueblo. Disimulo cuando veo los cambios y las reformas chirriantes y me cuelo en el horno a por rosquillas, me tomo la caña en el mismo lugar y rescato de mi álbum alguna anécdota más allá de las mudas de los disciplinados urbanistas. La vida pasa de uno. Más vale aceptarla con sus reformas, también las propias. Qué le vas a hacer.
A lo mejor, diréis, lo que echas de menos es los años que ya no tienes. Será eso. Y será también que la Paqui tiene un hijo ya de la edad de mis recuerdos.