Franco era un personaje más de la tele, y de los más aburridos. Más aburrido todavía que los presentadores del Telediario. Nuestros personajes, los de los niños nacidos en la década de 1960, eran Locomotoro, Valentina, el Capitán Tan, Rin Tin Tin, Pipi Calzaslargas, Heidi... Franco ni siquiera estaba entre los malos, que eran los hermanos Malasombra, la madrastra de Blancanieves, el perro Patán o don Cicuta. O un malo que apareció una noche y que fue el primero del que tuve miedo de verdad (aunque ni siquiera era malo): King-Kong. Franco estaba en esa franja seria y rara de los adultos, la del Telediario, que los mayores llamaban “el parte”. O en el No-Do, cuando íbamos al cine de verano o el domingo al matinal.
Aunque los niños teníamos una relación entrañable con el dictador (al que, como es normal, no llamábamos así entonces): su cara era la que estaba en las pesetas y en los duros. Nuestra relación con Franco era la de correr al quiosco a cambiarlo cuanto antes por chupachúps, palotes, poloflanes, helados, pipas, kikos, chicles Bazooka o Cosmos, sobres de soldaditos, vaqueros, indios, aviones, tanques, bolas o trompos o paracaidistas según la temporada, o cromos de futbolistas, animales, automóviles, países exóticos y personajes de la televisión entre los que nunca estaba Franco. Solo te daban un Franco por otro Franco si comprabas sellos, pero los niños jamás comprábamos sellos.
Mis padres no eran franquistas, pero se casaron un 18 de julio; lo que celebraban ese día era que fuese festivo, y la paga extraordinaria: también ellos cambiaban a Franco por algo lúdico. Vine al mundo en Carlos Haya, un hospital de Málaga que había inaugurado Franco diez años antes. Según el Abc del día siguiente (1-V-1956), las calles “estaban invadidas de público, que, a la llegada del Jefe del Estado, prorrumpieron en aclamaciones y vítores. El Generalísimo, sonriente y satisfecho, correspondía desde su coche a esta adhesión de los malagueños con cariñosos saludos”. Mi padre estaba entre esa multitud porque los señoritos de la finca en que trabajaba le habían dado unos duros para que acudiese.
Cerca de mi barriada, al lado del campo de fútbol de La Rosaleda, estaba la llamada “Escuela de Franco”, de formación profesional. Ahora me resulta curioso que nunca interpretase la expresión, infantilmente, como la escuela en la que estudió Franco de niño. Y es que ni se nos pasaba por la cabeza que Franco hubiese sido niño: era solo el viejecillo de la tele. La única extrañeza, en cuanto a sus edades, era que en las monedas parecía más joven.
En algún momento se empezó a hablar de la enfermedad de Franco. Me llamaba la atención el contraste entre el tono grave de los presentadores del Telediario y los comentarios de mi entorno, que tendían a ser jocosos. Dentro y fuera de mi familia, había una avalancha de chistes sobre Franco. Aunque, por indicios que he interpretado retrospectivamente, existía también preocupación.
La mañana del jueves 20 de noviembre mi madre me llevaba al colegio cuando nos cruzamos con otra madre que volvía con su hijo: “Que no hay clase, que Franco se ha muerto esta noche”. He vuelto a ver tantas veces el vídeo de Arias Navarro diciendo lloroso “españoles, Franco ha muerto” que no sé qué me pareció de niño. Lo que recuerdo es la música militar en la tele, imágenes de desfiles, documentales sobre Franco. Creo que fue la primera vez que me fijé en Franco como soldado. Y me pareció, naturalmente, poco marcial.
Cuando volvimos al colegio unos días después, el profesor nos mandó hacer una redacción sobre Franco. De lo que puse solo me acuerdo de una cosa, con esa retórica que los niños utilizan porque piensan que es lo que hay que decir: que Franco era “muy bueno”. No creo que el profesor fuese franquista. Lo que querría, he pensado luego muchas veces, sería hacerse con un documento sociológico, o histórico-sociológico, de primer orden: las redacciones de treinta o cuarenta niños de nueve años sobre el dictador que acababa de morir.
En la clase habían puesto además dos carteles: uno con el “Último mensaje de Francisco Franco” y otro con el “Primer mensaje del Rey”. Lo gracioso es que la pared en la que estaban se convirtió en zona de castigo: la pena de ponerse de cara a la pared pasó a ser la pena de ponerse de cara a los mensajes y leerlos. Me recuerdo leyéndolos con el tedio con el que cumplíamos los castigos. No me animaba la sensación de que eran algo “histórico”.
La muerte de Franco, en fin, no me afectó; o me produjo solo una pena abstracta, convencional. Sí me había afectado, dos años antes, la muerte de Nino Bravo. Y lo haría muy pronto la de mis abuelas. Y de repente la de Fofó. Esta –ocurrida en junio de 1976– fue para los niños el verdadero mazazo. Ese verano murió también Cecilia, y cuatro años después Félix Rodríguez de la Fuente. Hubo un epílogo de ficción: la muerte de Chanquete. La lloramos también.