Los artistas merecen ser fusilados. Lo afirma Jair Bolsonaro, el aspirante de la extrema derecha a la presidencia de Brasil en las elecciones que se celebrarán el año próximo. Por sorprendente que pueda parecer, no es imposible que gane esos comicios: de momento ya es el segundo candidato con mayor apoyo, y disfruta de una intención de voto cercana al 20% del electorado.
Este político brasileño, El Mito, lo apodan, tiene razón en algo: los artistas son verdaderamente peligrosos. Sacuden, sí, a las sociedades adormiladas hasta exigirle que despierten; discuten la perversidad de lo establecido bajo códigos viles u obsoletos; forjan nuevas perspectivas que arrojan luz donde no la hay; a veces, donde durante décadas no ha habido rastro alguno de fluorescencia, o de sabiduría. Por todo esto hay quien defiende, como lo hace Bolsonaro, que deberían fusilarlos.
Los intelectuales, como los artistas, son igualmente peligrosos. Keywan Karimi lo es para la sociedad iraní, así que el régimen lo ha condenado no a fusilarlo, pero sí a castigarlo con 223 latigazos y un año de cárcel. Su documental Writing on the city, propaganda antigubernamental según Teherán, refleja en 80 minutos la historia última de su país, contada principalmente con grafitis. El gobierno iraní y sus igualmente fanáticos colegas en los tribunales no entendieron nada, pero aún así se sintieron intimidados y ofendidos, y establecieron estas durísimas consecuencias para el autor del filme.
Karimi, como tantos otros peligrosos contadores de historias, ya sean estas reales o imaginadas, considera que tiene una obligación consigo mismo y también con la sociedad a la que pertenece, y que cualquier circunstancia de otra naturaleza se halla por debajo de la trascendencia de ésta. También los meses de cárcel, también los latigazos. “No me importan”, dejó dicho.
Los artistas que no tienen miedo son precisamente los más peligrosos: ¿cómo luchar con eficacia contra alguien que no teme ni el más feroz castigo físico ni la más humillante de las condenas?
Los valientes, siempre ha sido así, constituyen el gran riesgo que amenaza a las dictaduras, que ni siquiera con sus capacidades arbitrarias y violentas logran desarmarlos. Fundamentalmente, porque no llevan más arma que su talento, ni más precisión en sus expresiones artísticas que el que se desprende de un verbo, o de un lienzo, o de una cámara con la que se rueda una secuencia.
Los artistas son, para los tipos como Bolsonaro, el problema. Por eso el líder brasileño los preferiría muertos. Homófobo y xenófobo, el miembro del Partido Social Cristiano amenaza con convertirse en un tsunami que recorra el país que un día gobernó, entre la dulzura y la mentira, Lula da Silva.
A Karimi le aguardan aún días difíciles. Porque es peligroso. Dostoievski, Wilde, Miguel Hernández y Solzhenitsyn también lo fueron en sus épocas y tuvieron que soportar penas de reclusión. Al iraní le queda la sensación tibiamente reparadora de saber que a los poetas, y todos los que ponen sus vidas al servicio de su nación lo son de una u otra manera, nunca podrán matarlos. Ni siquiera tipos tan siniestros como Bolsaro. Con cada ataque, un verso. Con cada desaparición, un renacimiento.