En la presentación, este martes, de Fukushima mon amor, la novela del periodista Pablo M. Díez, uno de los asistentes me preguntó por qué. Creo que quiso saber por qué sigo siendo editor; o, más bien, por qué los editores seguimos haciendo nuestro trabajo si ya nadie, o casi nadie, dedica su precioso y a menudo escaso tiempo a leer, en especial obras de cierta relevancia.
Confieso que no esperaba semejante interpelación. Además del autor, en la mesa nos hallábamos el director de comunicación de Casa Asia, Josep Casaus, y el ex director de El Mundo David Jiménez. Lo normal es que las preguntas hubieran sido sobre Japón; sobre periodismo; o sobre centrales nucleares y tsunamis, y hubieran sido para ellos. Pero no fue así todo el tiempo.
Es cierto que al inicio de mi intervención ya había advertido de que sería breve -aunque esta era una manera de pedir disculpas por no serlo- porque, en las presentaciones, el editor –sostenía- siempre estorba (al menos un poco). Así que aguantar al editor en un acto de este tipo se asemeja a sobrellevar un mal menor y necesario; como asistir al nacimiento de una obra con un espontáneo, alguien que se autoinvita a un evento al que no acaba de pertenecer del todo; alguien sin quien, sin embargo, no habría libro ni tampoco presentación; tal vez por eso, continuaba, habría que tolerarlo al menos un rato.
No recuerdo bien qué fue lo que dije. Cuál era mi plan, o mi excusa. Sí me esforcé porque la contestación pareciera sesuda, ya que me preguntaban algo que exigía un debate, aunque fuera interno y personal; pero no tengo el convencimiento de que así fuera. Supongo que a veces ni yo mismo sé por qué edito.
Sé que lo he estado haciendo desde 2004. Que en este período en mi editorial Kailas hemos tenido sonados aciertos –el mayor, el haber publicado la obra de Mo Yan, premio Nobel de 2012, gran parte de ella antes del galardón- y fracasos sorprendentes, demasiado numerosos como para designar algunos como ejemplo.
Sé que hemos publicado tres excelentes obras de David Foenkinos que apenas vendieron ejemplares, aquí o en cualquier parte, y que aún así quise publicar la siguiente, si bien su agente español lo impidió; esa, la cuarta, sí vendió millones de copias en todo el mundo. Sé que hemos publicado obras de Morris Gleitzman, como Una vez, que sedujeron a miles de lectores, muchos más aquí que en otros lugares, y que otras novelas, también de Gleitzman, vendieron una quinta parte de esa cifra. Y no sé por qué. Aún no lo sé.
Que hemos publicado libros maravillosos, como Buena gente en tiempos del mal, de Svetlana Broz, o 28 historias de sida en África, de Stephanie Nolen, o A la sombra de un silencioso lugar de exterminio, de Sam Sotha que, sin embargo, vendieron muy poco. Y que hemos publicado otras obras, que por elegancia y pudor prefiero no nombrar, que tal vez no merecieron el trato afortunado que recibieron de muchos lectores. Y tampoco sé por qué fue así.
Sé, también, que este último año debimos haber incorporado un nuevo Premio Nobel a nuestra lista de autores, porque nadie lo merece más que Ngugui wa Thiong´o, y que deberemos esperar al año próximo para conseguirlo. Y soy plenamente consciente de que, aunque nadie sepa en realidad quién es, Samer, el autor de Los diarios de Raqqa, merece no un premio, sino una próxima comida caliente, y un techo; y una buena educación, y una novia que no pueda ser robada por un soldado del Daesh; y el reconocimiento infinito de quienes tenemos la suerte de no vivir en un país en guerra, ni en un territorio bajo el ISIS, como le ocurrió a él.
También sé que envidio a mis colegas de Anagrama, porque publican a Amélie Nothomb; y que me hubiera fascinado haber editado Instrumental, de James Rhodes, esa deliciosa y vulnerable estrella de rock que sin embargo toca clásico, y cómo.
Sí recuerdo que expliqué en la sala de Casa Asia que decido publicar –o no publicar- un libro antes de hacer la cuenta de resultados potencial del mismo, y no después. En parte, porque las previsiones de resultados nunca se cumplen; pero en realidad porque, para mí, las letras aún pesan más que los números.
A quien me preguntó por qué sigo editando no le contesté que porque no sé escribir; porque –humildemente, o no tanto-, sí sé, aunque no lo haga. ¿Será una pena o será irrelevante?, me pregunto a veces. Uno nunca lo sabe. Tampoco, en realidad, sabe uno por qué hace lo que hace, si lo piensa bien. Solo sé que Fukushima mon amor es una crónica improbable de un viaje al fin del mundo. Y que es buena. Y que, como ocurrió antes con David Jiménez, dos veces, editar a Pablo Díez ha sido un enorme placer. Y yo, en el fondo -¿será esa la razón?-, soy un hedonista.