A veces me pregunto cómo pude creerme las mentiras del nacionalismo en algún momento de mi adolescencia intelectual. Los ingredientes del cóctel nacionalista son conocidos (victimismo, insolidaridad, mentiras históricas, supremacismo, xenofobia) pero me conozco y ninguno de ellos tiene el menor atractivo para mí. Debió de ser otra cosa.
Moralmente, el nacionalismo es beato y gazmoño. Filosóficamente, premoderno y naturalista. Culturalmente, localista y folclórico, que es la forma gentil de decir provinciano. Así que tampoco pudo ser eso. Ni siquiera en los momentos más absurdos de mi existencia ha podido esa macedonia de ruralismo aislacionista seducirme ni por un segundo. ¡A mí, que siempre he querido vivir dentro del Manhattan de Woody Allen!
Y entonces, un día en Madrid, lo comprendí. Es el narcisismo.
Porque el nacionalismo opera por medio de la escuela, los medios de comunicación públicos y privados, el deporte, las empresas, la cultura y por supuesto la política como un gota a gota que implanta en el cerebro de sus víctimas los ingredientes del cóctel: España nos roba, 1714, nosotros somos laboriosos y humildes comerciantes, ellos el producto de siglos de rentismo extractivo, los españoles odian a los catalanes, nosotros somos gente pacífica y sofisticada, ellos una masa violenta y rudimentaria, mira a qué se han visto obligados los vascos, Francisco Franco, quieren prohibirnos nuestra lengua, nosotros somos europeos, ellos africanos, siempre hemos sido así y siempre lo seremos, el español es un idioma de pobres.
Pero todas esas toxinas no serían suficientes por sí solas sin el componente reactivo que convierte la mezcla en letal. El “y tú en cambio, pequeño catalán anónimo sin obra ni méritos conocidos, eres la puta polla por el simple hecho de haber nacido aquí”. El narcisismo. Ese que te convence de que has bateado un home run épico cuando sólo has nacido en tercera base.
O si lo prefieren en términos de deporte local: que acabas de marcar el gol de Maradona contra Inglaterra en el Estadio Azteca cuando te la han puesto a puerta vacía como a los niños. Porque no hay un solo catalán subvencionado hasta las trancas que no crea que ese dinero que el Gobierno catalán le roba a los catalanes no nacionalistas para dárselo a él no es la justa recompensa a los dones que Dios esparce sobre los catalanes agitando sobre la región su pimentero de la fabulosidad.
Si algo, en resumen, ha entendido a la perfección el nacionalismo es que, en la era de la idiotez ególatra y la codicia desaforada de atención ajena, un esclavo al que se retenga en la plantación con cadenas no tardará en rebelarse. Pero uno al que se ate con halagos no sólo no huirá sino que publicitará las bondades de su amo con un entusiasmo rayano en la fidelidad canina. Que se lo pregunten a Facebook, Instagram o Twitter, que basan todo su éxito en el mismo principio.
Y eso es lo que comprendí un día en Madrid. Yo, tan catalán y cosmopolita, tan esclavo de la estética, tan meador de colonia, tan de diseño y tan presidente del club de fans de mi propio rabo, miré a mi alrededor y no vi a ningún Guardiola con camisa oscura de cuello mao, traje negro con zapatillas blancas y gafas de pasta amarilla sermoneando lecciones de superioridad moral encaramado a esa falsa humildad franciscana de beatilla de provincias. ¡Qué paz!
Vi en cambio una ciudad dinámica, rica, abierta 24 horas, iluminada, bien vestida, comercial, moderna e intelectualmente sofisticada. Pero sobre todo indiferente. Indiferente a quién eres y de dónde vienes. Es decir una ciudad democrática. Y eso era todo lo que me habían vendido de Cataluña pero que yo sólo había visto antes en ciudades como Nueva York, Londres, Tokyo o Los Angeles, pero jamás en Barcelona.
Cuánta razón tenía el que dijo que el nacionalismo se cura viajando. A mí, desde luego, me funcionó.