Navidades Negras (I) De Lorenzo Falcó se sabe que es una pistola metida en una barra de hielo. También que no hay nadie como él capaz de manejar lo cruel y lo oscuro, que es un actor perfecto, un truhán redomado y un criminal peligroso que hasta la sangre parece resbalarle por encima, y que asume las bajezas que ha tenido que cometer para sobrevivir.
Y de Remil, que sigue siendo, claro está, un reverendo hijo de remil putas –de ahí el nombrecito, ya que se ignora cuál le dieron al nacer–. Y que es lo suficientemente listo como para no enojarse demasiado con sus enemigos y tener clarinete que en el ajedrez de la vida hay que saber tirar el rey y dar la mano, o aplastar al contendiente sin el menor miramiento.
Falcó es un espía del general Franco en 1937 y Remil, un superviviente de las Malvinas que actualmente se gana la muerte de guardaespaldas, en el sentido más amplio de la palabra. El primero podría haber espiado para el otro lado y el segundo se desenvuelve igual de bien sirviendo a dictadores genocidas, a corruptos demócratas o al mismísimo papa de Roma.
A Falcó lo parió Arturo Pérez-Reverte y a Remil Jorge Fernández Díaz. Del primero hay dos historias: Falcó y Eva (Alfaguara) y otras dos del segundo: El puñal (Destino) y La herida (Planeta). Las de Pérez-Reverte –publicadas en 2016 y 2017– se juegan en los primeros meses de la Guerra Civil Española y las de Fernández Díaz –2014 y 2017– en nuestros días. Dos personajes únicos y sobresalientes y cuatro novelas que te enganchan, que se meten en vena, te recorren de arriba abajo, se apoderan de ti y no te abandonan hasta la última página. Y es entonces cuando quieres más y te preguntas si habrá una tercera, y una cuarta entrega de estos cabrones adictivos porque no quieres que Falcó o Remil se acaben nunca.
Son tan distintos como iguales. No se sabe si se darían la mano o una hostia y si se liaran a cachetadas, ya fuera aquí o allá, no se quién caería primero. Son dos pendejos sin apenas escrúpulos, con una cierta ética barriobajera pero sin demasiados principios con los que cargar a cuestas. Dos canallas amorales con un discreto encanto. Para Falcó y Remil, dos solitarios que navegan sin apenas equipaje, dos mercenarios de sí mismos, la vida es un mero trámite.
Los padres de estos héroes infames se conocen tan bien que hay algo de ambos en uno y otro, empezando por la mala leche y el cinismo ilustrado de sus creadores. Sus nombres tienen cinco letras –Falcó y Remil–, ambos tienen unos jefes peculiares –el Almirante, también conocido con el alias de Jabalí, y Calgaris, un almirante a la argentina–, ambos también sobreviven a mujeres etéreas –Eva y Nuria– que les carcomen las entrañas, y los dos saben que están de paso aunque prefieren alargar ese paso y disparar primero: “Mejor un por si acaso que un quien lo hubiera pensando”. Falcó dixit. “Nada en la vida es tan estimulante como que te disparen y no te acierten”. Palabra de Remil.
Si en la primera entrega el agente favorito del Almirante tenía la misión de salvar del pelotón de fusilamiento a José Antonio Primo de Rivera, en Eva intentará que 30.649 kilos del oro de la República no viajen a Moscú y pase a engrosar las arcas nacionales. Para ello, Lorenzo Falcó, –“chico de buena familia y bala perdida en su juventud, traficante de armas antes que espía, mujeriego, simpático y cruel” en palabras de Pérez-Reverte– que se mueve con idéntica soltura en el Ritz de París o el Plaza de Nueva York que en el barrio chino de San Francisco, entre las cucarachas de una pensión de Veracruz o en un burdel de Alejandría, deberá viajar a Tánger, un nido de secretos inconfesables y agentes al mejor postor, donde no hay nadie que no trabaje para alguien, y a menudo para varios a la vez.
Y allí volverá a tropezarse con Eva, a quien ya conoció en su aventura joseantoniana, a quien ya amó cuatro meses antes, a quien no ha olvidado desde entonces. Se salvaron la vida mutuamente. Eva Neretva o Eva Rengel o Luisa Gómez o como quiera que realmente se llame esta espía soviética estará en Tánger para intentar que el oro llegue a su destino. Y aunque en la novela hay algunos personajes para encuadrar –otra vez Paquito Araña, Moira Nikolaos, el capitán Quirós, el capitán de Fragata Antonio Navia, además del Almirante, claro– la historia está en ella y en él, en lo que se dicen y en lo que se ocultan; sus diálogos de penumbra escritos a cuchilladas, sin piedad, con miedo a la palabra esperanza, directos al mentón, sin piedad…
-Tú crees en los generales fascistas y en los piquetes de ejecución rociados con agua bendita… En los asesinos del tercio, los moros violadores de mujeres…
-¿Debería creer en vuestras checas de retaguardia?... ¿En esa idílica República donde los comunistas gastáis más balas en matar trotskistas y anarquistas que soldados de Franco?...
-Eres un sucio esbirro…
-Sí…
- Nunca serías un buen comunista…
-Ni uno malo…
Aquello no era conciliable, se engañaban ambos. Y sin embargo él sabía –estaba seguro de que también lo sabía ella– que continuaba existiendo entre ambos un vínculo extraño y fuerte, hecho de vieja complicidad, de retorcido respeto…
En La herida todo arranca con una monja que se desnuda y tira los hábitos al fuego. A Remil no le da una orden Franco pero sí le pide un favor, vía Calgaris y mosén Pablo, el papa Bergoglio. Hay que encontrar a la hermana Mariela, que se evaporó tiempo atrás, a la que parece que se le agotó la fe de tanto usarla en Villa Puntal, una de las villas miseria que rodean Buenos Aires. El guardaespaldas, que en la primera historia se convirtió en el puñal de una mujer fatal es ahora el hisopo del Santo Padre. Las relaciones de Remil –que viene de quedarse con el culo al aire en Nápoles– con su jefe no atraviesan el mejor momento. Y aunque arranca la búsqueda de Mariela Lioni tiene que suspenderla tras varios fracasos –huesos de caballo incluidos– para bajarse a la Patagonia y descender nuevamente a los infiernos de la corrupción política argentina. “Lo que no puedo contar como periodista lo cuento como novelista” dice el argentino Fernández Díaz.
Otra buena galería de personajes, con Leandro Calgaris a la cabeza, la maquiavélica BB, la gran lady Diana Galves y su fiel perro Juan Domingo, el Gran Jack, la Gorda Maca, Palma, Marquis, Salteño… Variopintos y crepusculares artistas invitados para contar la historia de siempre en la Argentina de siempre: corrupción política institucionalizada, narcotráfico oficial, matones con plaza, asesinos con uniforme de cualquier tipo, contables que mandan más que sus jefes, mentiras que parecen verdades o lo contrario… y por supuesto un gobernador de provincia, su inefable familia y un cártel de cualquier lado.
Y frente a todo esto un Remil lleno de cicatrices, costuras y tatuajes comprometedores; un matón de estado, un quemo en una época progresista donde la opinión pública presiona día y noche para “democratizar” los servicios… y entonces yo me convertí en un gran estorbo… soy carne de purga.
Y el puñal se convierte en herida, y Remil recuerda a Nuria, esa abogada española que vino a instalar un holding y que resultó ser la amante de un capo; una jefa insolente e histérica a la que domar con la pija. Y cuando vuelve a buscar a su monjita, que para eso se lo ha pedido el mismísimo papa Francisco, se da cuenta del peso del pecado original, la herida fundamental, y de que todos fuimos heridos alguna vez y nos pasamos los años luchando contra ese accidente, que algunos somos capaces de reconocer.
Pérez-Reverte y Fernández Díaz ya saben –al menos lo han dicho públicamente– que cuando Falcó se jubile se irá a Buenos Aires, vivirá en la última planta del hotel Alvear y desayunará todos los días en La Biela. Y que allí conocerá no se sabe si a un jovencísimo Remil o a su mentor Calgaris. No sabemos todavía quién de los dos autores escribirá sobre tan fantástico encuentro.
Pd. Dos personajes, cuatro novelas. En estos días lee. Lee en Negro.