Es obvio que los conservadores, con todas nuestras certezas sobre la naturaleza humana a cuestas, estamos mucho mejor armados intelectualmente a la hora de enfrentarnos a la violencia sexual masculina que un posmoderno de los que creen, como otros creen en la planitud de la Tierra o en el comunismo, que la realidad es ambiental, relativa y dependiente de la percepción de los actores.
Posmoderno es el magistrado Ricardo González, que el pasado 14 de noviembre le preguntó a la chica (presuntamente) violada por La Manada si en algún momento hizo algún gesto o dijo algo que pudiera hacer pensar a sus cinco agresores que el sexo no era consentido. “No hablé, no grité, no hice nada. Entonces, que yo cerrara los ojos y no hiciera nada, lo pueden interpretar como que estoy sometida o como que no” respondió ella. Su abogado debería haber aleccionado a su clienta para que no especulara sobre lo que La Manada pudo o no interpretar. Pero ese es otro tema.
El juez González parece estar intentando despejar lo que en términos jurídicos se llama “una duda razonable”. La que le supone a los cinco miembros de La Manada una inteligencia tan escasa que habría sido necesaria una negación de consentimiento explícita para que fueran conscientes de que el sexo no era deseado. Suposición que conlleva una segunda aparejada. La de que la víctima de La Manada cuenta con una firmeza de ánimo tan excepcional como para desafiar a cinco machos borrachos y agresivos, más de cuatrocientos kilos de carne en celo, que la han arrinconado en un portal para violarla.
El razonamiento del juez, en definitiva, parece ser el de que lo que ocurrió en ese portal de Pamplona no puede ser calificado de violación si en la cabeza de los agresores no lo era. Es decir si La Manada no tuvo la percepción de estar violando a su víctima, entre otros motivos porque ella jamás lo verbalizó de forma explícita. Ahí tienen el pensamiento posmoderno arquetípico, ese sublime destilado del relativismo más zafio. El problema evidente de creer que las percepciones moldean la realidad es que ese mismo argumento sirve para que el violador alegue que no hubo negación de consentimiento explícito y, por lo tanto, tampoco violación.
Los conservadores, sin embargo, sabemos (observen la diferencia entre creer y saber) que la realidad es objetiva, concreta y discernible por cualquier inteligencia media aquí y en la China Popular. Dicho de otra manera. Que no nos tragamos el argumento de la percepción ni con un embudo para embuchar ocas. ¿Una adolescente normal y corriente a la que no se le conoce la más mínima excentricidad sexual previa se mete en un portal con cinco tipos a los que acaba de conocer hace ocho minutos para realizar actos que resultan difíciles de encontrar hasta en XVideos? A otro pollo con ese pienso caducado.
Llámenme cuñado, pero no veo yo lo razonable de la duda del magistrado González. ¿He de creer que ni uno solo de los cinco miembros de La Manada, por muy zotes que sean, se planteó ni por un segundo que lo que estaba ocurriendo ahí era anómalo y que quizá el hecho de que su víctima no negara su consentimiento podía deberse a su manifiesta posición de inferioridad con respecto a sus agresores? Y no hablo de anomalía en el sentido moral del término (si hay consentimiento allá cada cual con sus ardores) sino en el estadístico.
Me viene a la cabeza ese recurso arquetípico de guion malo de Hollywood. Un tipo anónimo sin mayor interés bebe solo en la barra de un casino cualquiera de Las Vegas cuando aparece una belleza que de inmediato, y sin mediar presentación ni antecedentes, se arranca a tontear con él. “¡Ojo cuidado que es una estafadora!” piensa de inmediato hasta el más tonto de los televidentes. Porque hasta el más tonto de los televidentes sabe, a partir de un conocimiento mínimo de la naturaleza humana, que eso no suele suceder espontáneamente en la realidad.
Pero hete aquí que en Pamplona se da una situación varios grados de magnitud más extraña que la anterior y hasta al juez le resulta difícil distinguir la realidad de las fantasías sexuales masculinas más chuscas. “¿Y por qué vamos a dar por sentado que a una mujer no puede apetecerle tener sexo extremo sin preservativo con cinco desconocidos pocos minutos después de conocerlos?” dicen los machistas, ventajistas ellos, apuntándose a las tesis que dicen que hombres y mujeres somos iguales, que nuestros incentivos sexuales son exactamente los mismos y que las diferencias en nuestros comportamientos sexuales se deben a influencias ambientales fácilmente salvables en condiciones de igualdad.
Y yo no digo que lo ocurrido en Pamplona no pueda ocurrir en la vida real: digo que la posibilidad de que eso ocurra en un caso escogido al azar, precisamente uno en el que la víctima ha denunciado a sus agresores y en el que esta fue escogida también al azar en plena calle, es estadísticamente ínfima.
Era cuestión de tiempo que los (presuntos) violadores se apuntaran a los argumentos posmodernos para beneficio propio. Y eso también lo sabría el posmodernismo si tuviera un mínimo conocimiento de la naturaleza humana.