Comprendo los problemas del nacionalismo a la hora de encontrar una sola heroicidad, una mísera loncha de gloria, una irrisoria batalla ganada al insidioso imperialismo castellano con la que bautizar las plazas y las calles de los pueblos catalanes.
Que esa raza superior de seres intrínsecamente demócratas, genéticamente pacíficos, acreditadamente superiores e indudablemente mejor depilados haya salido derrotada todas las veces que se le ha puesto entre ceja y ceja enfrentarse política o militarmente a la tribu bárbara de criaturas atrofiadas llamada España no deja de llamar la atención. Entiéndanme: si un equipo de once monos paticojos llevara tres siglos ganándole finales de la Champions al F.C. Barcelona quizá sería hora de plantearse quién es el mono aquí.
En Cataluña hemos solucionado ese problema común a todos los pueblos que han nacido para pasar desapercibidos haciendo de la necesidad virtud, conmemorando nuestros más estrepitosos ridículos históricos y reservando los laureles de la inmortalidad a nuestros más insignes cobardes.
Pocos prohombres, por ejemplo, tienen más calles en Cataluña que el republicano Lluís Companys. El mismo Companys que dio un golpe de Estado en 1934 que dejó 136 muertos, que asesinó a más de 8.000 catalanes (entre ellos 47 periodistas críticos con el nacionalismo catalán) y que hizo todo lo posible porque en España estallara una guerra civil. Lo consiguió y esa fue la única victoria de una vida que nada tiene que envidiarle a la de los peores carniceros de la Guerra de los Balcanes.
También tiene algunas docenas de calles en Cataluña Rafael de Casanova, supuesto héroe del 1714 que no murió durante el asedio a la ciudad, como creen muchos catalanes, sino en 1743, de viejo y amnistiado por “España”. El verdadero héroe de la resistencia no fue Casanova, sino Antonio de Villarroel, militar al servicio de Felipe V hasta 1710.
Fue Villarroel, militar de casta carente de la condición de ciudadano catalán de pleno derecho, el que dirigió una resistencia sin la que Barcelona habría caído en pocas semanas, el que decidió rendir la ciudad para evitarle mayores sufrimientos a los ciudadanos y el que acabó muriendo preso en el castillo de La Coruña en 1726 en condiciones inhumanas (el agua de las mareas entraba cada día en su celda) sin que a día de hoy el catalanismo haya tenido a bien dejar de ponerle flores cada 11 de septiembre al pijo de Casanova y empezar a depositarlas en algún monumento erigido en su honor. Quizá les molesta el hecho de que fuera militar o su escasa normalización. Porque Villarroel no hablaba catalán.
Entiendo, digo, las dificultades de encontrarle gestas a una Cataluña cuyas mejores épocas han llegado cuando, con la autonomía bajo mínimos, los caciques locales han negociado, siempre con ventaja para ellos, con el monarca o el dictador de turno. Incluido, por supuesto, Francisco Franco. A Cataluña, sí, le ha ido mejor cuando la ha gobernado España y tanto mejor cuanto menos poder de decisión se ha dejado en manos de las elites burguesas locales.
Aun así, la decisión de cambiarle el nombre a la Plaza de la Constitución gerundense para bautizarla como Plaza 1 de octubre es sorprendente. Porque el nacionalismo catalán, apoyado como siempre por el PSC, tenía a su mano una fecha bastante más relevante que la del 1 de octubre. Es la del 27 de ese mismo mes, fecha de proclamación de la república catalana como Estado independiente y soberano.
Cierto que se trata de una proclamación de chichinabo y cuyos efectos en la práctica han sido nulos. Pero al menos se trata de una declaración relativamente solemne en el Parlamento de Cataluña, con apariencia de legitimidad y en un entorno con cierta dignidad institucional, y no un simulacro de votación amañada en urnas de plástico chino y en la que los ciudadanos introducían las papeletas de cinco en cinco y con las muelas si hacía falta mientras la Policía Nacional le calentaba el lomo a los que andaban haciendo cola.
Pero el nacionalismo lo ha vuelto a hacer. Ha preferido conmemorar un esperpento tercermundista que una victoria, aunque parcial, en términos de imagen. A ver si el hecho diferencial catalán va a ser su incompatibilidad con la verdadera grandeza de espíritu.