El título de este artículo es una paradoja sólo aparente. Podría pensarse (solía pensarse) que los impuestos son algo que se exige de forma obligatoria y con carácter general a todos los que ocasionan el hecho imponible sobre el que se establecen; por ejemplo, y es el primero que viene a la mente, la obtención de renta. En efecto, eso es lo que sucede con cualquiera de los que lean estas líneas y con el que las ha escrito. Nuestras rentas se ven sometidas a la exacción pública correspondiente, nos guste no nos guste (que nunca gusta demasiado), y si alguno trata de esquivar ese peaje se encuentra con feas consecuencias.
No es este, sin embargo, el caso de algunas entidades que son, curiosamente o no, las que más ingentes beneficios o rentas obtienen. Verbigracia, Facebook, una gigantesca corporación trasnacional con mucho ánimo de lucro, que ha hallado el modo de transformar ese ánimo en un lucro inmenso y efectivo. Según hemos sabido en estos días, sus gestores han decidido, parece deducirse que graciosamente, empezar a pagar impuestos en España (donde su negocio, con muchos millones de usuarios, le proporciona un verdadero pastizal) a partir de 2019. Ergo en todos estos años en los que los españoles han estado bombeando sus datos personales al gigante tecnológico que tan hábilmente los monetiza no han considerado necesario hacerlo, y nadie les ha inquietado mucho por ello. Es como fruto de un proceso de análisis interno, de reflexión magnánima y altruista, como han llegado a la conclusión de cotizar algo, pero sin amontonarse, que tampoco es cosa de andar por ahí con la lengua fuera.
Teniendo en cuenta que estas compañías actúan a través de infraestructuras que suponen la explotación de negocios regulados, incluso el aprovechamiento especial o privativo del dominio público (lo es el espectro radioeléctrico, y muchos de los terrenos por los que discurren las redes de cable), bien podría plantearse como requisito legal para poder operar en un país que se pasaran por caja en beneficio de la sociedad de cuya riqueza extraen sus ganancias. Que la elusión fiscal a la que son tan aficionadas no sólo tuviera consecuencias con arreglo a las leyes tributarias (que se demuestran hasta hoy inoperantes frente a ellas), sino también en términos de autorización o no de su actividad.
Y si esto parece demasiado intervencionista, o restrictivo de la competencia, una mínima dignidad, y un mínimo respeto a los ciudadanos y entidades que con muchísimos menos recursos sí contribuimos al sostenimiento de los gastos públicos, exigiría al menos que los poderes públicos no dejaran de señalar a los gestores de estas compañías por su insolidaridad, en cuantos foros comparecieran, donde deberían resignarse a no ser reconocidos como agentes honorables de la comunidad. Que se les privara, por descontado, de cualquier beneficio público. Que no tuvieran un lugar en la mesa común, en tanto no ayuden a surtirla.