Star Wars: Los últimos jedi es, como su antecesora, una película confusa y fascistoide, también un tanto cretina, que convierte los episodios I, II y III de George Lucas en obras maestras de la historia del cine. Que no íbamos a ver en ella una sola idea original, un solo personaje por el que sentir un mínimo apego emocional o una miserable estampa que no hubiéramos visto en las siete películas anteriores de la saga era algo previsible.
Lo que no era previsible es que esta conjura de los necios cinematográfica haya pasado por “la mejor película de la saga desde El Imperio Contraataca”. O es broma o el cociente intelectual del occidental medio ha descendido un par de docenas de puntos desde 1980.
Miren. Yo puedo entender la fascinación que provoca en determinados sectores infantilizados de los espectadores el hecho de que la Primera Orden sea un campo de nabos de hombres blancos cuya inteligencia limita con la de un bloque de granito y que la Resistencia sea un anuncio de hipotecas del BBVA en el que se mezclan, en proporciones exquisitamente igualitarias, negros, blancos, latinos, asiáticos, hombres, mujeres y alienígenas. Lo que no entiendo es cómo ha podido colar entre seres adultos pensantes ese mastodóntico submarino xenófobo.
Porque pensando un poco más allá de la postal, apenas un palmo, se llega rápidamente a la conclusión de que negándole a las minorías la posibilidad de escoger el mal frente al bien, la de optar por la villanía, negamos también su libre albedrío. Es decir su libertad moral. Precisamente aquello que diferencia a los humanos de los animales.
Dicho de otra manera. Para el director, los productores y los guionistas de Star Wars: Los últimos jedi, los negros, los latinos, los asiáticos, los hombres y las mujeres son, en definitiva, infraseres. Trozos de carne condenados moralmente a ejercer el bien. Esclavos de Dios, amebas con sable láser. Sólo los hombres blancos, a los que podemos ver tanto en el bando de los villanos como en el de los héroes, son verdaderamente libres en Star Wars: Los últimos jedi. Si me dicen que el guion ha sido escrito por el Ku Klux Klan, me lo creo. Y que no me hablen de Phasma, ese personaje absurdo, un mero reclamo para la venta de tazas y monigotes. Porque ahí, debajo de la armadura, hay una mujer como podría haber un panettone.
Más allá de su supremacismo, Star Wars: Los últimos jedi se vanagloria de haber liberado la saga de los corsés narrativos impuestos por sus predecesoras. Debe de ser otra broma. La película empieza allí donde acababa El despertar de la fuerza, en sí mismo un remake de Una nueva esperanza, y acaba dejando las cosas como estaban al principio de Una nueva esperanza. ¿Ese es el viaje de Star Wars: Los últimos jedi? No hacían falta tantas alforjas, entonces.
Quizá se refieran sus admiradores al hecho de que la octava entrega de la saga de La guerra de las galaxias, hasta hace apenas unos años la historia de la familia Skywalker, se haya convertido en la historia de unos cuantos cualquieras carentes de cualquier tipo de magia. Otro viaje para el que no hacía falta media maleta.
Que los personajes de Star Wars: Los últimos jedi gasten la película entera hablando del inmenso poder de Kylo Ren contrasta con la obviedad de que el tal Kylo Ren no pasa de adolescente berrinchudo conflictuado y con la de que su función en la trama parece ser la apretar cada cinco minutos los puños y caer derrotado por cualquier advenedizo que pasa a su vera. Principalmente por Rey, ese mensaje dirigido a los haraganes de quince años: no te esfuerces, no te empeñes, no gastes una sola gota de sudor porque el talento está en tu interior y sólo hay que esperar a que el mundo se dé cuenta de ello. Pues vale.
Y eso sin mencionar los chistes malos que abarrotan la película y que confunden la desacralización de conceptos supuestamente sagrados con la pedorreta extemporánea. O los infectos efectos digitales, capaces de sacarte de la película en menos que canta un gallo. O la indefinición de las razones que mueven a los personajes. En las primeras entregas de la saga bastaban apenas un par de escenas para representar el conflicto entre la casta militar y la religiosa en el seno del Imperio. En Star Wars: Los últimos jedi es imposible conocer si el motivo del odio hacia Kylo Ren del General Hux, esa parodia de un nazi víctima de bullying en su niñez, son los celos, la competencia por el poder, la lealtad a Snoke o qué trauma indefinible.
Sin mencionar tampoco lo innecesario de la inmensa mayoría de los personajes, empezando por Finn; la solución perezosa a todos los problemas que representa el cargante BB-8; el hecho de que la película explique la historia a través de los diálogos y no de la acción; el de que los protagonistas estén pésimamente dibujados (prueben a definirlos con un solo adjetivo); el de que las peleas estén pésimamente coreografiadas; el de que se cuelen mensajes políticamente correctos contradictorios; el de que Kylo Ren quiera sustituir el viejo mundo por algo nuevo sin que se sepa en ningún momento qué es eso nuevo; el de que la muerte de Luke Skywalker sea la de un cobarde; o el de que toda la película desprenda aroma a pereza, a trapicheo entre productores y directores de marketing de Disney, a falta de talento, a tontuna de red social.
Es imposible recuperar la inocencia de nuestra niñez y exigirle eso a Star Wars: Los últimos jedi sería pedirle peras al olmo (aunque George Miller, Denis Villeneuve, Christopher Nolan e incluso Ridley Scott han demostrado que es posible renovar sagas aparentemente intocables sin que el talento se resienta por las necesidades de taquilla). Las primeras películas de La guerra de las galaxias funcionaban porque sus valores morales eran universales y atemporales. Es decir occidentales. Ahora sólo queda cinismo, dudas adolescentes y un discurso político leve como una pluma. ¿Es mucho pedir un solo “así muere la libertad, con un estruendoso aplauso”?
Lo he leído por ahí. Estamos condenando a nuestros jóvenes a tragarse pésimas versiones de las buenas películas de nuestra infancia. Pero hacerlo mientras se les vende el mensaje de “debes buscar tu propio camino porque todo lo que hemos hecho nosotros los mayores está mal” me parece una asquerosa hipocresía.