El fin de año siempre llega cargado de ruido y certezas. Se juntan las predicciones geopolíticas con el estallido de los petardos, las cábalas sobre Cataluña con los planes de Nochevieja. Son días de muchedumbre, comida y televisión. Y, sin embargo, la canción que mejor resume el cambio de año es un sutil y breve poema acompañado de guitarra: la canción Blackbird, compuesta por Paul McCartney e incluida en el álbum blanco de los Beatles.
Blackbird arranca con la constatación de un acontecimiento minúsculo: un mirlo (el blackbird del título) ha empezado a cantar en mitad de la noche (in the dead of night). No se nos explica dónde estamos, ni qué hacía despierta la persona que oye al pájaro. Tampoco sucede nada más allá de esa ruptura del silencio nocturno. Es el cantante quien aprovecha para proyectar sobre el mirlo una serie de deseos. Convencido de que este momento, a pesar de su pequeñez objetiva, tiene alguna importancia, el cantante anima al pájaro a que recoja sus alas rotas y aprenda a volar, a que abra sus ojos hundidos y aprenda a ver. Lo anima, en suma, a lanzarse al vuelo en busca de una mejora inconcreta y peligrosa, pero que se intuye con la suficiente claridad como para resultar irresistible.
Nunca he terminado de creer la explicación que en ocasiones ha dado McCartney sobre esta canción, según la cual Blackbird sería una metáfora de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos en los EE.UU. de los 60. Una canción tan sutil y alusiva casa pobremente con episodios de certeza moral y obstinada movilización como fueron la marcha sobre Washington o la detención de 3.000 activistas en Selma. Y es difícil imaginar que la canción sea verdaderamente el susurro de un blanco de Liverpool que insta a Martin Luther King y a Malcolm X a “aprender a volar”. McCartney, como todo genio que triunfa en vida, tiene un toque oportunista, y es consciente de que solo se tiende a tomar en serio a la poesía cuando parece decir algo sobre la política. Pero nunca ha sido un imbécil.
Resulta más creíble interpretar Blackbird como un poema sobre el cambio, la intuición y el deseo. El canto del mirlo supone una alteración ínfima e invisible -el cantante no puede ver al pájaro, camuflado por una noche tan negra como su plumaje, solo puede oírlo- en la configuración del mundo. Donde antes había silencio, ahora hay canto. Es un cambio que no significa nada en sí mismo, que resulta tan inane como -digamos- el movimiento de la aguja de reloj al dar las doce. Pero es suficiente para encender la imaginación, para sugerir que algo nuevo está comenzando, aunque ni se vea ni se perciba como inmediato: si el pájaro se echa a volar lo hará aún sobre “la oscura, la negra noche”. La sugestión del cambio basta, en fin, para abrir las puertas del deseo, y para proyectar una nueva ordenación del universo que mejore a la que se acaba de perder para siempre.
Así nosotros bajo el ruido de la Nochevieja. Porque también el año nuevo comienza en mitad de la noche.