La ocurrencia de Tabarnia, tan celebrada y denostada en estos días, viene a ser una parodia, una sátira, si se quiere un esperpento. Y sin embargo, eso no quiere decir que carezca de trascendencia o vaya a resultar inocua. Que le pregunten si no a François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, que optó por la sátira como vehículo para su discurso filosófico y hubo de enfrentarse por ello a serias consecuencias. El hallazgo de los inventores del concepto es analizar el discurso independentista y replicarlo con irritante exactitud: en definitiva, es un ejercicio racional asentado en la paradoja, al volteriano modo, que pone en evidencia y de paso en cuestión el argumentario secesionista, basado en una comunidad agraviada con conciencia de serlo. No les deja así a los partidarios de la independencia otra salida que el retorno al esencialismo anclado en una nación de raigambre medieval, y por tanto más o menos imaginaria (como sucede con todo lo del Medievo: a fin de cuentas, no estábamos allí).
Más allá de su posible valor filosófico y dialéctico, Tabarnia plantea una hipótesis no del todo inviable en términos jurídico-constitucionales. Salvo que se pretenda una secesión traumática y violenta, el único cauce para la independencia catalana sería la negociación, tras una consulta pactada con el Estado. Y nada impide a este (incluso resultaría obligado para sus gestores, en defensa de los intereses de sus nacionales) poner sobre la mesa el derecho a decidir de los habitantes de territorios diferenciados en los que hubiera una mayoría acreditada de ciudadanos que se sintieran amenazados en sus derechos por la secesión.
La acción urticante de la broma tabarnesa sobre la piel de ciertos sectores independentistas viene a atestiguarla la réplica que se han apresurado a darle: denominar Choniland al espacio que vendría a coincidir con la nueva entidad segregable, y que a grandes rasgos corresponde a la franja costera y metropolitana de las provincias de Barcelona y Tarragona. Conecta este apelativo desdeñoso con algo que ya se le escapó al gran patriarca en la sombra, Jordi Pujol, en la campaña de 2011. En un mitin en Igualada exhortó a los catalanes de pura cepa a desposar a “las Jennifer de Castefa” y a enseñarles catalán. Castefa, o lo que es lo mismo, Castelldefels: municipio tabarnés, donde dicho sea de paso está empadronado Leo Messi (gran ídolo del buque-insignia deportivo del procés, el Barça) y donde el que suscribe ha podido constatar, más de una vez, que las jóvenes no sólo se llaman Jennifer y tienen ya un muy aceptable nivel de catalán.
Que el independentismo cerril haya dado en reproducir para la ocasión uno de los patinazos más sensacionales del ex molt honorable no sólo es un indicio de que la broma escuece, sino de algo mucho más importante. El verdadero desafío es restaurar la convivencia y el respeto en el seno de una sociedad abierta en canal. Recobrar la cordura que entre todos perdimos y que aún nos aguarda ahí, en algún lugar entre Tabarnia y Choniland.