De todas las personas que conozco, me parece que la única que creía que Diana Quer estaba muerta era yo. Tras su desaparición se produjo tal cúmulo de suposiciones, de teorías enrevesadas, de deducciones inverosímiles que casi nadie quería pensar en un desenlace horrible y simplista: a Diana la había matado un tipo miserable, como tantos depredadores que cada año se pasean por el mundo segando la vida de alguna mujer. Y mientras ese desalmado hacía vida normal, muchos tejían historias imposibles de fugas juveniles, de huidas de película.
Los medios, las redes y la chismología se habían apresurado a hacer un retrato de la desaparecida que casaba muy bien con el arquetipo de la aventurera de la novela. Ahí hay gato encerrado, decían todos. Esta se fugó para vivir su vida, aseguraban unos y asentían otros. No sabíamos dónde estaba Diana, pero sabíamos que sus padres se llevaban mal (¿y que pareja se lleva bien después de un divorcio?), que las relaciones con su hermana menor no eran perfectas (¿y qué hermanas adolescentes no pasan por un carrusel de amores y odios cincuenta veces al día?), que era un chica insegura y con algunos problemas (¿y qué chica jovencísima no los tiene?).
No sabíamos si Diana estaba viva o muerta, pero sí que había padecido bulimia, que a veces discutía con su madre, que ella y su padre habían tarifado por asuntos relacionados con la custodia de las crías. Nada extraordinario, vaya, pero daba igual porque había que rellenar páginas de sucesos y minutos de tele. Mientras el paradero de Diana era una incógnita, el país entero sometía a su entorno a una radiografía moral tan monstruosa, a un escrutinio tan detallado, que ninguna familia del mundo habría podido pasar con nota semejante examen.
Ahora que ha aparecido el cadáver de la pobre chica, nos damos cuenta de que Diana era una chica normal, y su familia una familia corriente, con sus luces y sus sombras, como todas las familias del mundo. Pero es demasiado tarde. Ya hemos multiplicado el dolor inaudito de la madre que pierde a su hija y ve la sombra de la sospecha en los ojos de quienes la miran. Ya hemos hecho al padre cómplice de un purgatorio del que una chica joven tenía que intentar escapar. Ya hemos convertido a la hermana menor de edad en otra pieza en un puzzle dantesco.
Miren, cuando una persona desaparece, las fuerzas de seguridad tienen la obligación de investigar hasta el trozo más pequeño de su vida, pues en un detalle insignificante puede estar la llave maestra de un caso. Pero los medios no tienen por qué hacer lo mismo. La familia de Diana no sólo la ha perdido a ella. Ha perdido su intimidad, su privacidad, su derecho a tener pequeños secretos. Quizá haya que hacer examen de conciencia. Quizá haya una parte de este espanto del que todos somos culpables.