Sucede siempre que Raimon Pelegero, el gran cantautor de Xàtiva, interpreta la que es posiblemente una de sus canciones más hermosas y emocionantes, Jo vinc d’un silenci. Llega ese momento en el que dice: “Qui perd els orígens /perd identitat”. Y estalla en el auditorio una ovación estruendosa y perentoria. La última vez que tuve la ocasión de experimentarlo en directo fue en uno de los conciertos de despedida que dio en el Palau de la Música de Barcelona en mayo del año pasado. Y siempre tengo la sensación de que la palabra que arranca los aplausos –a un público que como en aquella ocasión está formado, con bastante probabilidad, por una mayoría de nacionalistas– es justamente la última de los dos versos, identitat, que nunca fue aquella en la que a mí me pareció que estuviera el meollo del mensaje.
Vaya por delante que no pretende quien esto escribe estar en posesión de la interpretación auténtica de estos o de otros versos, de cuya intención, por otra parte, nadie puede saber más ni mejor que quien los compuso. Pero la poesía siempre entabla un diálogo con quien la lee o la escucha, y dónde se pone el acento al descifrarla, derecho que cualquier lector o espectador tiene, incluso al margen de los designios del poeta, algo dice de su carácter. En mi lectura, la palabra esencial de esos dos versos, pertenecientes a un poema en el que el cantautor evoca la humildad de sus antepasados y la injusticia social que padecieron, como tantos otros españoles, es otra: orígens. No tanto el ensalzamiento de una determinada identidad nacional como el recuerdo de una condición social que imprime carácter e impone el deber de no olvidar los abusos y el silencio forzado a los que vivieron sometidos aquellos que nos precedieron, so pena de sumirnos en una inconsciencia que nos despersonaliza.
Que buena parte de la población catalana decidió anteponer la sacrosanta identidad, según un relato ardoroso y no objetable, a la siempre pendiente y necesaria reparación social, lo prueban los resultados electorales recientes y las políticas seguidas por los sucesivos gobiernos que de ellos han salido. Que ello se haya demostrado tan prioritario como pretendían sus impulsores, es a estas alturas harto cuestionable. Tras el descarrilamiento de la vía unilateral, el procesamiento de sus responsables, la ausencia absoluta de apoyo exterior, la suspensión de la autonomía y la deserción de empresas y turistas, sólo faltaba que los dirigentes presos, tras constatar del modo más ingrato posible el poder del Estado al que menospreciaron, reculasen y abdicasen de aquello que hace nada se atrevían a exigir, dejando en evidencia el poco fuste que había detrás de sus reivindicaciones anteriores.
Entre tanto, la Comunidad de Madrid, con un millón menos de habitantes, ha logrado el éxito histórico de superar el PIB de la que hasta 2017 era la comunidad más productiva de España. En Madrid, por cierto, se invierte muy poco en identidad.