El martes me fui a dormir con la noticia del acuerdo del separatismo para proponer como candidato a presidente al prófugo Puigdemont.
El miércoles me desayuné con una pantalla gigante a las puertas del Parlament rodeada de curtidos manifestantes con banderas estrelladas. Dentro, alguien había dispuesto lazos amarillos gigantes de cartón en los escaños de los diputados ausentes. Eso daba a la Cámara el aspecto de una gran falla, si bien no era el día de San José, sino el de San Antonio Abad, que el calendario cristiano reserva para la bendición de los animales.
En el café de media mañana, la tele del bar mostraba a un señor mayor llamando a los diputados a resistir a "las agresiones que vivimos cada día". "Este país será siempre el nuestro", creí entender que fueron sus últimas palabras entre el ir y venir de camareros y el ruido de cucharillas. Al término de la sesión, los diputados entonaron en pie un himno patriótico.
La vida sigue igual.
Nada más conocer el resultado de las elecciones del 21-D, un Puigdemont desmelenado -que es mucho decir- proclamó exultante aquello de "España tiene un pollo de cojones". Tiene su aquél que pueda presumir de pollo quien se ha comportado como un gallina, pero el análisis es certero. Vamos a tener pollo asegurado, día sí día también.
Si no fuera por Tabarnia, la travesía del coñazo que nos espera hasta que en Cataluña gane el constitucionalismo o Rajoy haga las maletas podría ser terrorífica. Así que lo mejor que puede hacer todo españolito de esa España que bosteza es armarse de paciencia y de humor. No nos cansarán.