Una de las confusiones más habituales entre nuestros adolescentes políticos de entre 18 y 88 años es creer que los viejos totalitarismos van a plantarse frente a ellos hoy, en 2018, con la misma forma que tenían en el siglo XX. Con los mismos logotipos, los mismos uniformes, los mismos eslóganes y la misma plástica. Que las esvásticas de hoy en día, las que pueden verse tatuadas en los brazos y los cuellos de apenas unos cuantos cientos de hooligans y casi siempre restringidas al campo de batalla de los bares cercanos a los campos de fútbol de Primera y Segunda División, suponen el mismo peligro que las de 1939, cuando las llevaban cosidas a la chaqueta millones de niños, profesores, médicos, funcionarios y soldados alemanes.
En 1920, la esvástica era sólo un logo político más. El arqueólogo Heinrich Schliemann la descubrió en 1872 en el emplazamiento de la antigua Troya y la interpretó como "un símbolo religioso de nuestros antepasados remotos". La teoría fue comprada por los nacionalistas alemanes y el resto es historia.
Es fácil imaginar que en 1920 ningún alemán pensó, a la vista de la esvástica, "oh, Dios mío, el símbolo nazi, todos a cubierto". Y eso porque los nazis no eran en ese momento los nazis de la II Guerra Mundial, sino sólo un partido político nacionalista, con un logotipo raro y defensor de la idea de que Alemania sería siempre suya. Si los nazis de por aquel entonces llegaron hasta donde llegaron fue porque la olla de la Europa de la época contenía todos los ingredientes necesarios para el estallido de un conflicto bélico global. El principal de ellos, la inexistencia de una Europa unida.
Si los totalitarios de 1920 y 1939 vivieran hoy, no diseñarían campos de concentración ni invertirían la mayor parte de sus recursos en la construcción de un ejército capaz de conquistar el resto de Europa. Dadas las circunstancias políticas, culturales y sociales actuales, es bastante más probable que optaran por una guerra de propaganda que desarrollarían a través del control de las televisiones y los medios de comunicación, a los que subvencionarían generosamente ligando su supervivencia a la de la permanencia en el poder de los funcionarios que les conceden esas ayudas.
Es probable también que se inventaran una historia falsa en la que mezclarían gestas épicas, victimismo sentimentaloide y un afán expansionista que llegaría hasta las regiones vecinas. O que apostaran por movilizaciones masivas en las que cientos de miles de acólitos obedecerían fielmente las instrucciones transmitidas por organizaciones civiles indistinguibles de los partidos en el poder. Movilizaciones en las que todos los emblemas serían proscritos excepto uno o dos muy concretos: la bandera del movimiento y, quizá, algún tipo de insignia que simbolizara la solidaridad con los mártires de la causa.
Es también probable que esos totalitarios de 2018 se dijeran pacíficos, demócratas y tolerantes, pero que marginaran sistemáticamente el idioma, las costumbres y la cultura de aquellos a quienes ellos consideran ciudadanos de segunda categoría. Es probable incluso que los totalitarios de 2018 le reclamaran a esos ciudadanos de segunda categoría su agradecimiento por haberles dado acogida en lo que ellos llamarían su país. Es probable, finalmente, que intentaran controlar todos los resortes de poder, y a la cabeza de ellos el Parlamento, utilizando para ello a los tontos útiles de cualquier partido de izquierdas capaces de creer que una vez conseguido el objetivo común de la destrucción de la legalidad democrática, los totalitarios compartirían el poder con ellos en vez de marginarlos política y socialmente.
Por supuesto, lo anterior es una caricatura. Comprendo bien las diferencias entre el nacionalsocialismo alemán y el nacionalismo catalán y lejos de mi intención compararlos, más allá de sus obvios orígenes filosóficos, ideológicos y estéticos comunes. Sí es mi intención señalar que las amenazas a la democracia, sin llegar a los extremos de la década de los años 30 por las abismales diferencias en sus contextos políticos, sociales y culturales, no están hoy en manos de los nostálgicos de los viejos totalitarismos sino en las del populismo nacionalista.
De la misma forma que la Inquisición de hoy en día no está en manos de unas cuantas docenas de ancianos sacerdotes temerosos de Dios sino en las de miles de millennials con barba hipster y cuenta en las redes sociales de turno. De la misma forma que las amenazas a la libertad de expresión no están hoy en manos de equipos de censores franquistas con rotulador negro y manguitos sino en la de miles de universitarios muy titulados pero muy poco formados que impiden por la fuerza las charlas de los conferenciantes que ellos consideran inconvenientes. De la misma manera que las cazas de brujas contemporáneas no están en manos de la turba analfabeta sino en las de las multimillonarias estrellas de Hollywood. De la misma manera que el puritanismo, la beatería y la represión sexual no están hoy en manos de la derecha sino de la izquierda.
Hay que aprender a ver más allá de las apariencias. Porque el resto son sólo logotipos.