En mi ya vieja novela Una tienda en París, de hace unos cuantos años, había una dedicatoria simple, o sencilla, “para ti, que siempre quisiste volar”. No había nombre, ni apellidos, ni siquiera una pista. La dejé así. Me bastaba con abrir el libro y saber para quién iba dirigida esa frase. No sé si a día de hoy tendría esa precaución, la de dejarla tan abierta.
La literatura tiene un catálogo de dedicatorias maravillosas, cursis, locas hasta el paroxismo, sentimentales o inquietantes. Desde la casi epistolar entre Almudena Grandes y Luis García Montero, “porque vivir entre recuerdos es ya tan importante como imaginar el futuro”, “nunca serán bastantes” o “porque la sigo y me conduce a mí”. O la seca y justiciera de Cela en La familia de Pascual Duarte: “a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera”. La simpatía de Carmen Martín Gaite en Entre Visillos: “Para mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano”.
Hay locuras como la de Arreola en Palindroma: “La dedicatoria se suprime a petición de parte”. O Neil Gaiman en Coraline: “Empecé este libro para Holly, lo terminé para Maddy”. Y me desencaja la de Tobias Wolff en Vida de este chico: “Mi padrastro solía decir que con lo que no sé se podría llenar un libro. Aquí está”. En fin. El ego también aparece. Babe Walker se lo dedicó a sí mismo con este arrojo: “Dedicado a la persona más fuerte que conozco: yo”. Glups.
En la conversación que se crea con muchos lectores en las firmas de libros descubrí que aquel “para ti” de Una tienda en París les llevó a imaginar que fue un amor secreto y que fui pudoroso de ponerle nombre. Podría haber sido. Como tantas cosas. Terenci Moix, recuerdo, o cuenta la leyenda literaria, le dedicó uno de sus libros a un chico que le gustaba o del que estaba profundamente enamorado. El amor es así, un digno generador de despropósitos y extasías. Rompió con él el día más terrible, justo cuando las máquinas arrancan y empiezan a imprimir pliegos para montar el libro. Llamó enloquecido a la rotativa y consiguió parar la tinta. El nombre del ínclito desapareció de la página impar. Imagino el suspiro de alivio al tiempo que se desplomaba en el sofá. Oh, Terenci. Hasta en eso eres inspiración. Qué locura.
En fin, que estoy en puertas de sacar nueva novela y me hallo ante la página en blanco y con el teléfono de la editora vibrando sobre la mesa. “¿La tienes ya? Mándamela”, me escribe en el mensaje.
La dedicatoria no es necesaria, pero los libros tienen ese lugarcito en el que cabe un nombre y una emoción. Nadie obliga, pero ahí está, palpitando yermo dispuesto a que el AUTOR decida para QUIÉN será.
A mi madre le prometí el Planeta en una de esas noches en las que sale a la luz la Jo March que habita en cada escritor. Supongo que me había arropado en la cama y apagaba la luz después del vaso de leche. El otro día me lo recordó. Tengo ochenta años, me dijo. Lo que no sabe es que ese para ti, era ella. Aquí la solución. Y que debí ser más claro y poner algo como García Márquez en El amor en los tiempos del cólera: “Para mi madre, por supuesto”. Ésta y todas las novelas, por enseñarme a leer y a fabular.