Entre todas las imágenes tomadas de la declaración de Ricardo Costa en el juicio sobre la trama valenciana del caso Gürtel, ésta es probablemente la que mejor ilustra el estado emocional del personaje y la trascendencia política y social de su confesión.
Vemos a un hombre que atraviesa uno de los tragos más amargos de su vida -la Fiscalía le pide casi ocho años de cárcel- impecablemente vestido y afeitado. Un hombre que se conduce con una serenidad y una precisión expresiva incongruente con la adversidad que afronta. Y, por algún inopinado motivo, no puedo dejar de preguntarme si existe una consonancia entre la pulcritud, la entereza y la expiación.
Consciente de que cada cual es reo de sus orquestaciones simbólicas -y dueño de sus digresiones-, reparo en la gestualidad de Costa. La cabeza ligeramente inclinada, la mirada fija, los labios apretados y las dos palmas hacia arriba, como a punto de bendecir al tribunal que lo juzga. Entonces pienso en las representaciones del Pantocrátor que estudiábamos en las clases de Historia del Arte, en el instituto, y recuerdo la Iglesia de San Juan Bautista de Moarves de Ojeda. Ahora intento acordarme de las reflexiones e indagaciones de Emmanuel Carrerère en El Reino -bellísimo libro- sobre el evangelista del Apocalipsis y entre mis anotaciones en los márgenes, leo “La verdad os hará libres” (Juan 8, 31-42).
Ignoro cuál será la consecuencia de las revelaciones de Costa en el juicio que se celebra en la Audiencia Nacional. Ignoro si servirá para exonerarle de las acusaciones que se le imputan o para que la Fiscalía rebaje su petición de pena. Pero honestamente sólo puedo concluir que mientras este país no encare la agenda de reformas que tiene pendiente, principalmente en lo referente al funcionamiento y financiación de los partidos, la depuración de la sentina dependerá más de arrepentidos como Costa que de las consignas obediencia y omertà que rigen los escalafones de nuestra partitocracia.
Ricardo Costa ha confirmado lo que todos sabíamos, lo que sucede en todos los partidos. Pecó de imbécil cuando creyó, educado como estaba en el partido, que la suerte de imunidad que asiste a los gerifaltes le ampararía también a él cuando, ascendido, se vio en la tesitura de obedecer a sus superiores para mantener un sistema preestablecido de ingresos irregulares a partir de las coimas a los empresarios.
Costa debió negarse y denunciar; es decir, debió hacerse el haraquiri y renunciar a su carrera. Pero transigió y ahora paga las consecuencias. ¿Alguien puede creer que en el PPCV se movía una hoja sin que lo supiera Camps, que fue quien llevó a Valencia la Gürtel desde Madrid? ¿Mandaba Costa más que el presidente de la Generalitat o que los vicepresidentes Vicente Rambla y Víctor Campos? ¿Tenía remota capacidad de recompensar a los empresarios con licitaciones amañadas? ¿Se enriqueció ilícitamente como Bárcenas?
Este hombre es un cabeza de turco y su condenación sólo serviría para remachar la coraza de impunidad que salvaguarda a los amos de un tinglado transversal del que seguirán beneficiándose los empresarios de la economía de la corrupción.