Las instituciones tienen una gran cualidad: pueden sobrevivir a los malos gobernantes durante un tiempo asombrosamente largo. Es uno de los motivos por los que hemos asumido el modelo del Estado liberal y de Derecho, con su segmentación del poder y su rotación de personal. Es, también, lo que explica que la Generalitat y el Parlamento de Cataluña sigan en pie tras cinco años de procés, listos para investir a un nuevo presidente (o presidenta) siempre que no esté huido de la justicia. Y es lo que explica que un Gobierno desorientado esté logrando sofocar, con desgana y a trompicones, el desafío secesionista.
Pero esto no quiere decir que debamos pasar por alto los fallos de esos malos gobernantes. El recurso in extremis al Tribunal Constitucional de este fin de semana puso de manifiesto dos de los rasgos más preocupantes del Gobierno que encabeza Rajoy: la incompetencia y la falta de estrategia. En realidad, demostró que la una lleva necesariamente a la otra. Fue la incapacidad asumida de impedir una investidura de Puigdemont -incluyendo la delirante reflexión del ministro de Interior sobre un regreso del fugado en ultraligero- lo que llevó a improvisar una nueva estrategia, forzando las costuras de la ley y colgándole el muerto al Consejo de Estado primero y al Constitucional después.
El episodio ha sido un digno colofón de esta enésima etapa de la tragicomedia catalana, en la que la falta de estrategia real de Rajoy ha llevado a apostar la estabilidad del Estado a un requisito técnico: que el candidato a la investidura esté presente en el hemiciclo cuando se produzca la votación. Nada nuevo, por otra parte, en un gobierno que gestionó el 1-O de la peor de las maneras, que ha mostrado serias deficiencias a la hora de explicar sus razones ante la opinión internacional, y cuyas improvisaciones estratégicas (recuperación económica y FLA, Operación Diálogo, advertencias jurídicas, el no llegarán tan lejos) se cuentan como una sucesión de fracasos, sobre todo en el plano que más importa: reducir el apoyo social del independentismo.
Miremos más allá de la pirotecnia. La solución al conflicto secesionista no solo pasa por desactivar políticamente a una serie de individuos que han vulnerado la ley, y por dejar que el Estado de Derecho ejerza sobre ellos su función ejemplarizante. En paralelo a esto debería existir (se tendría que estar desarrollando ya) una estrategia a medio y largo plazo para contrarrestar las grandes bazas sentimentales y argumentativas que han dado fuerza al independentismo. Como, por ejemplo, la mentalidad agónica que asume que el catalán solo sobrevivirá si se impone al castellano, y que cualquier exceso es justificable en nombre de la supervivencia de la lengua.
No es fácil diseñar una estrategia para tratar esta cuestión, claro; de ahí la necesidad de que quienes tienen la responsabilidad de hacerlo reúnan unos requisitos mínimos de competencia. Y de ahí también que, si un partido se muestra repetidamente incapaz de garantizar esos requisitos, deba ser sustituido por otro. Las instituciones pueden sobrevivir a los malos gobernantes durante un tiempo asombrosamente largo, pero no ilimitado.