Tenía ganas de ver The Darkest Hour pero le he leído aquí a Ferrán Caballero que la película falla "cuando manda a Winston Churchill al metro de Londres para escuchar la voz del pueblo, encarnada en un negro muy culto y una niña muy valiente" y las he vomitado a puerta gayola. Hace tiempo que he desarrollado una sana alergia por las mentecateces de lo políticamente correcto, esas mierdas moralistas con las que los curillas subvencionados de la moda ideológica fascistoide de turno pastorean rebaños de cursis con móvil. Y yo tan feliz, oigan.
El balance de mi muy higiénico fascismo cinematográfico es que por cada obra maestra que me pierdo regateo al menos tres o cuatro docenas de merdellones fílmicos. Vamos, que la cosa me compensa. Estoy convencido de que podré sobrevivir sin ver cómo una niña de ¿8? ¿10? años y un ciudadano random (en español de España, "uno que pasaba por ahí") convencen a Winston Churchill para que se enfrente a Adolf Hitler.
De la lista he borrado cualquier película en la que aparezcan niños interpretando papeles de adultos o en la que se utilice la raza, el sexo, la edad o la posición social de un personaje cualquiera para mandarme un recadito moral no solicitado. También cualquiera que me vaya lloriqueando por las esquinas lo terrible que es la vida de los fetichistas del pie izquierdo o de los que se sienten bomberos poetas atrapados en el cuerpo de un vigilante de parking fibromiálgico. Por supuesto cualquiera dirigida o interpretada por uno de esos narcisistas convencidos de que las angustias de su entrepierna y sus psicodramas sexuales nos importan un soberano pimiento al resto de los mortales.
En sentido contrario, cualquier película, serie de TV o director de cine defenestrado por los beatejos de la rectitud de cursillo prematrimonial despierta en mí el más vivo y súbito interés. ¿Que dicen qué de qué de Woody Allen? Pues me compro en Amazon tres packs con todas sus películas entre 1971 y 1991. ¿Que alguien dice que falta diversidad racial en las playas de Dunkerque? Para el Phenomena que me voy cagando leches a verla en una pantalla más grande que un destructor de la Marina Real británica y a un volumen capaz de reventarle los tímpanos hasta al más curtido de los social justice warriors (en español de España, "ninis"). ¿Que dice el tuitero de turno que Friends es qué? Me pego una maratón de capítulos de la serie hasta que los ojos empiezan a sangrarme y he de sujetarme los párpados con pinzas de la ropa.
Con todo el tiempo que antes dedicaba a descubrir al nuevo genio adolescente (jamás, JAMÁS, ha aparecido) y que ahora he recuperado, he redescubierto no sólo a Allen, a Nolan, a Ross Geller y a Rachel Green, sino también a Nabokov, a Tintín, a Twain y a Céline, entre muchos otros. De repente Helmut Newton, Guy Bourdin y hasta Richard Kern, que nunca me habían dicho nada demasiado profundo, me han empezado a interesar. ¡Hasta Felipe y Leonor me empiezan a parecer un par de punkis! [y si hemos de juzgar por el número de frascos de sales consumidos por sus detractores, parece bastante claro que lo son].
En resumiendo. Al placer de la inteligencia he sumado el de la transgresión y mi vida ha mejorado una barbaridad, aunque sólo sea por las bobadas que me ahorro. Deberían probarlo.