Quisiera uno creer que el atolladero en el que llevamos ya tanto tiempo y parecemos condenados a permanecer es fruto de una coyuntura desdichada, marcada entre otras cosas por la presencia en primera línea de personas que se han hecho a vivir con el motor gripado y gripándole el motor al resto, y que en el momento en que esas personas empiecen a dejar paso a otras, se impondrá el sentido común, y sobre todo el escarmiento que debería haber sido, para todos, la suma de reveses y desatinos colectivos a los que hemos asistido en los últimos meses.
Parece por otra parte evidente que, al margen de que cada cual pague por sus errores, y algunos han sido muy graves y no pueden no salir caros, el remedio para el mal común que nos aqueja no va a poder ser la imposición ni el sobreponerse de uno sobre otro: yerra tanto quien fía todo a la energía y contundencia de la represión de las
conductas desviadas, como los que en su día apostaron —y no parece que terminen de dejar de apostar— por un pronunciamiento que haga valer la causa, supuestamente inmanente e inapelable, de un sentimiento nacional que se ha demostrado anémico e insuficiente para llevar a cabo la hazaña que tuvo la imprudencia de proponerse y hasta intentar.
Parece, como consecuencia de lo anterior, que la única vía que todo el mundo debería estar explorando, con ánimo de adelantarse con sus propuestas al de enfrente antes que arrastrando los pies, es la de cómo llegar a poder plantear ese diálogo del que todo el mundo habla y que nadie ha demostrado el más mínimo interés real en practicar.
Deberían los defensores del Estado que ya existe aprestarse a proponer anclajes verosímiles para que a los fugitivos les resulte cada vez más difícil proclamar la inevitabilidad de la ruptura; y deberían los defensores del Estado que no logra ser reconducir sus energías a mantener su programa, incluida la aspiración a la independencia, en el territorio de lo factible y fecundo, abandonando el recurso exasperante a lo que hoy por hoy, y va para rato, es sólo quimera estéril.
Sobre esta base, que es la de la disposición a renunciar, es sobre la que puede, por parte de todos, construirse un diálogo que lo sea y conduzca a alguna parte. La duda es si todos estos meses y años de regocijo en el desencuentro no han producido demasiados practicantes ufanos del encono y del bloqueo; gentes que han encontrado en cegarnos el pasadizo su forma de realización personal, moral, emocional y hasta su modus vivendi; gentes que están por todas partes, no sólo en la primera fila o en los puestos de responsabilidad, y a ambos lados de la controversia. La duda es si podremos dialogar, sin pasar antes por una reeducación larga, ardua y costosa, que nos saque de aquí.