Hace poco una vieja amiga soltaba una afirmación que definía bien el panorama por el que estamos atravesando, ese que separa claramente lo real de lo irreal. “Gran lección de nuestros mayores, como siempre. Llenando las calles y no las redes con su justa protesta”. Qué cierto, me dije. Qué punzada más bien dada. O más bien, qué retrato de la sociedad en la que vivimos. Sí, sí, vivimos, que con tanta irrealidad nos estamos creyendo los protagonistas de La rosa púrpura del Cairo. Un día cualquiera, con un tuit bien expresado, atravesamos la pantalla y conocemos el mundo del champagne, los trajes de noche y las fiestas elegantes. Con un tuit entramos en el programa de éxito. Con una frasecita nos damos por satisfechos en la queja o en el aplauso. Y a sobarla después.
Desde que mi amiga, a la que desgraciadamente veo poco, dio el toque con su rezo pensé en las fotos de la historia. Esas que han saltado décadas y de las que nos alimentamos todavía para recordar victorias del ciudadano. En cierto sentido, la foto resume, fija y da esplendor. Pasada la tradición oral y los cuadros de Goya, por resumir, una buena instantánea nos retrata. Saca los colores. Advierte. Asombra. Aquel hombre en medio de una multitud de iguales negándose a realizar el saludo nazi en el 36. La primera mujer en acabar una maratón de Boston (Kathrine Switzer) en el 67 mientras los organizadores intentaban pararla. El chaval parado en firme ante el tanque en la plaza de Tiananmen en el 89. O aquel 1997 con miles de españoles pidiendo en las calles la liberación de Miguel Ángel Blanco en un macabro tic tac.
Escalofríos. Fotos. Realidades.
De qué sirve, pienso, un montón de tuits desde el sofá que no se pueden exponer más que en páginas webs en busca de click fácil. Meros fogonazos al aire, como las salvas de los militares. Ruido.
La realidad, como bien apunta mi amiga, son esos jubilados, más o menos ágiles, más o menos fuertes, con una queja real, justa y necesaria: las pensiones. No sé cuántos de ellos tienen twitter. Tienen cojones, ovarios, pies y una bufanda para salir de sus casas en pleno frío con la petición bien clara en sus gargantas.
Mi madre no tiene twitter, ni sus amigas, y se pasa los hashtag por el abanico. Pero, con su artrosis y su resfriado, ha dicho que quería manifestarse públicamente ante la vergüenza de una mísera subida. Que a sus ochenta años, viuda y con una exigua pensión, como tantos otros y otras jubiladas, no se merecen el trato. La ridícula idea de verse acariciados como gatitos a los que les pasas por el morro un trozo de pienso. Ahorren, dicen. Se monda mi progenitora en estéreo.
Sigan pensando, sigan tuiteando, ante esta ola de irresponsabilidades y de irresponsables. Porque lo malo es que luego, como descubrió Gil de Biedma, la vida va en serio. Ahora.