La madre del menor desaparecido en el paraje de las Horticuelas en Níjar y el pequeño Gabriel en un montaje.

La madre del menor desaparecido en el paraje de las Horticuelas en Níjar y el pequeño Gabriel en un montaje.

Columnas LA IMAGEN DE LA SEMANA

Gabriel y los cuentos feroces

4 marzo, 2018 02:33

Con mayor o menor precisión, con mayor o menor sobresalto, todos relacionamos estas dos fotografías con el caso de un niño desaparecido en una pedanía de Almería. Un niño perdido como en los cuentos feroces. Una familia que sufre.

Todos conocemos estas dos fotos -por separado o juntas como se ofrecen en la imagen-  porque han sido profusamente publicadas, compartidas y comentadas en los periódicos, en los telediarios, en las redes y en las tertulias televisadas; en las serias y en las de sangre y semen.

Recuerden estos dos rostros, compárenlos. Por si no lo saben aún, ese niño precioso que sonríe se llama Gabriel y tiene ocho años, se esfumó el pasado martes en Los Hortichuelos, Níjar, Parque Natural del Cabo de Gata. La mujer que llora se llama Patricia y es su madre.

Ambas imágenes suscitan una terrible paradoja y abocan a una insalvable incapacidad. La paradoja radica en el hecho de que ambas imágenes sean reconocibles. Ninguna de ellas debería formar parte del imaginario colectivo de España porque Gabriel no debería haber desaparecido, pero ninguna debería desvanecerse en nuestras bulímicas retinas y en nuestra absurda memoria mientras el pequeño no vuelva a casa.

También produce una desesperante ambivalencia la conjunción de las dos fotografías, su mixtura, porque la alegría luminosa del niño resulta tan contagiosa como la tristeza desgarrada de la madre. Son dos primeros planos antitéticos porque nadie está preparado para sentir alborozo y aflicción al mismo tiempo. Cuando ambas emociones se mezclan, cuando se maridan el dolor y la alegría, la porción de sufrimiento decanta siempre el resultado del aciago cocktail.

Así sucede en esta composición, en la que la felicidad de Gabriel hace aún más insondable la amargura de Patricia. De ahí la sensación de incapacidad y de frustración: es imposible acercarse con palabras a la pena de Patricia, imposible comentar algo inteligible a partir de su devastación.

Cualquier padre sabe que en el rostro de esta mujer, en sus cuarenta músculos faciales, se condensa destilado el sufrimiento que es capaz de soportar la especie humana desde la noche de los tiempos. Su desgracia nos incumbe a todos y la sospecha de que alguien pueda estar detrás de la desaparición nos condena. Dios quiera que aparezca este chiquillo. O maldito sea Dios por inventar a Gabriel desaparecido, un mediodía de febrero, en los campos de Níjar.