Ocho años tiene Gabriel y ocho días lleva desaparecido. En estos momentos, España no tiene nombre de mujer sino de niño, de niño perdido, de niño asustado. Su carita está en todas partes, lo conocemos de memoria, es nuestro hijo, lo llevamos dentro, lo reconoceríamos si lo viéramos a la vuelta de la esquina: su cara de niño feliz, su pelo asilvestrado, su mirada vivaracha… bajaríamos hasta el mismísimo infierno a rescatarle si supiéramos dónde está este puto infierno. Ocho años tiene Gabriel y ya ha conocido al diablo. Demasiado joven para darse de bruces con el mal, con ese hombre (o mujer) que es lobo para el hombre.
Patricia y Ángel, sus padres, arrastran su pesar, sufren hasta la extenuación. Sus caras son un poema triste, sus ojos se han convertido en inmensas lagunas de lágrimas, sus cabezas no andan en su sitio. A ninguno nos gustaría estar en su pellejo, pero toda España está con ellos. Sufren y mascan la tragedia, temiendo esa llamada que no quieren recibir, esa noticia que no desean leer. Y preguntándose, además, si a lo peor han hecho algo en su vida pasada que haya podido provocar tamaña venganza. Hay pocas torturas, pocos sufrimientos iguales: no saber dónde está tu hijo de 8 años, no saber qué le han hecho o si se lo han llevado al fin del mundo y ya nunca volverá a estar en tus brazos, no saber si has podido cabrear tanto a alguien como para... A esto se llama tortura en directo con televisión en prime time.
Quienes conocían a Gabriel sufren ahora por partida doble. En primer lugar por no saber qué ha sido de él y en segundo por tener que autoconvencerse de que no hay nada que ellos pudieran haber hecho el día de su desaparición para evitar la tragedia. Padres, abuelos, tíos y amigos son ahora víctimas de la culpa, de lo que hicieron y de lo que no hicieron por él. Llevan en las tripas el último camino recorrido por el pequeño; se cuestionan si tenían que dejarle ir solo por esos metros convertidos ahora en vía crucis, en dolorosa procesión. El canalla (o la canalla) que se lo llevó también los está matando a ellos muy despacio, a cámara lenta.
Patricia, su madre, confiesa que le enseñó a gritar en caso de peligro, que desde muy pequeño le alertaron contra los malos hombres (o mujeres) que pudieran cruzarse en su camino. Él no lo hizo, no alzó la voz, quizá porque conocía al demonio que le tendió la mano. Y uno piensa en ese depredador (o depredadora) que no fue merecedor a esa confianza infantil, virgen, sin espinas, y se acabó tragando ese flequillo de 8 años. Qué bestia puede hacerlo y seguir su vida como si nada hubiera pasado, quizá desde la casa o el pueblo de al lado, compartiendo el dolor con Patricia y Ángel.
Nos rebelamos contra nosotros mismos para no caer en el desánimo más profundo pero vivimos en el sobresalto de lo inevitable. Conocemos demasiados ejemplos como para ser optimistas. Y sabemos además de lo que hombre es capaz. En nuestro fuero interno nos estamos preparando para el desenlace más indeseado. Queremos que todo sea sólo un mal sueño pero tiene trazas de acabar en pesadilla.