Existe una entrevista, aunque no recuerdo dónde, en la que un periodista le echa en cara a Félix de Azúa el haber escrito contra nacionalistas, independentistas, izquierdistas, derechistas, socialistas, franquistas, populistas, católicos, beatos, políticos, funcionarios, administrativos, artistas, arquitectos, comisarios, historiadores, sentimentales, resentidos, jóvenes, viejos, hombres, mujeres y Ada Colau. A lo que Azúa responde, y cito de memoria, "no, no, yo sólo he escrito contra idiotas".
Viene esto a cuento de todas las veces que (pongo un ejemplo al azar) Javier Marías o Arturo Pérez-Reverte han sido acusados de machistas cuando aún ha de llegar la hora en que cualquiera de los dos escriba una sola palabra sobre feminismo. Sobre idiotas, eso sí, tienen ambos la mano rota. Otra cosa es que el idiota se considere a sí mismo feminista. O justiciero social. O indigenista, activista, barcelonista, abertzale, ecologista o, en el colmo de la decadencia personal, sincebollista. Algo que no afecta en lo más mínimo a su cogollo moral intrínseco, que es el de la idiotez.
Llamarle ideología a lo que muchos idiotas defienden en las calles y en los papeles, generalmente con la nada secreta esperanza de que les caiga en suerte una sinecura, es sólo la manera que tenemos de distinguir la neurosis específica con la que el idiota de turno exterioriza su idiotez congénita. "Es izquierdista" en este contexto equivaldría a "es un idiota al que le ha dado por lo que él llama izquierdismo como a otros les podría dar por chupar el mango de las sartenes".
En favor de la idiotez, su impecable carácter democrático. Es transversal a las cuatro esquinas del espectro político, no le hace ascos a ningún cliente que desee adornarse el melón con ella y suele hallarse repartida con exquisita ecuanimidad. Desde luego, de forma bastante más equitativa que la belleza, el buen gusto, la elegancia o la racionalidad. De ahí su habilidad para, en palabras de Ambrose Bierce, "imponer modas de opinión y gusto, dictar los límites de la expresión oral y circunscribir las conductas poniéndoles una fecha límite".
[Qué absolutamente moderno era Bierce, por cierto. "Imponer modas de opinión y dictar los límites de la expresión oral". ¿Les suenan algunas campanas?]
Los idiotas, en fin, abundan. Pero su peso porcentual no es mayor o menor que en la época de Julio César, San Anselmo de Canterbury o la reina Victoria. Sin sorpresa en Las Gaunas por ese lado. Quizá la novedad de nuestra época sea que, como dice Elvira Roca Barea, ahora salen de las universidades.
O, como señaló Pepe Albert de Paco, que al menos los idiotas de antaño disponían de un horizonte intelectual y moral al que aspirar mientras que los de ahora, educados para la insensata sobrevaloración de sus capacidades, han elaborado intrincadas arquitecturas ideológicas para justificar no ya su idiotez sino la imposición de esta al prójimo.
Es decir que ahora no son sólo idiotas sino también totalitarios. Las calles siempre han sido suyas pero ahora lo son más que nunca.