Una de las fotografías de Siria que más se ha reproducido y comentado en los últimos días ha sido esta de un bebé adormecido en el interior de una maleta. Se trata de una de las miles de instantáneas que llegan de una guerra lejana y molesta por su persistencia en tragedias atroces a la hora de los postres y por su excrecencia de refugiados menesterosos llamando a las conciencias sordas de Europa.
Esta imagen, este curioso detalle captado en la amazónica monotonía del infierno sirio, resulta impactante por razones de oportunidad y contraste.
Por un lado, ha sido tomada durante una semana en la que todos los niños del mundo, nuestros hijos, los pequeños enjugascados camino del colegio, los niños de los vecinos, le guardan un aire inquietante al pequeño Gabriel, el pececito de Almería.
Por otro, los elementos de la composición parecen tan extraños que resulta imposible no conmoverse e incomodarse, al mismo tiempo, no sentirse embargado por una amable y desasosegante dulzura: en esa antítesis emocional estriba la fuerza de esta imagen.
Porque una mano de hombre porta un extraño bártulo. Porque, desde tiempos de Herodes I El Grande nunca hubo un moisés tan insólito. Porque la placidez del pequeño es la prueba perfecta de que la vida se abre paso en las circunstancias más endemoniadas y un doloroso símbolo del coste en sangre inocente de la devastación producida por el conflicto sirio.
También porque con esta imagen comprendemos que los refugiados sirios no llevan más consigo que el tesón de la biología y el orden natural de la perpetuación, tan inexplicables a veces. Porque la rigidez de la muñeca del porteador es una metáfora perfecta de la indiferencia de Occidente ante el genocidio de la población civil a manos del régimen de Bachar al Asad y su aliado Vladimir Putin. Y porque quienes hayan reparado en esta foto serán mucho más cuidados, a partir de ahora, al abrir sus portafolios.