Hace una semana, de camino al Mano Rota de Barcelona para encajarme entre pecho y espalda un menú degustación a cargo de los chefs Oswaldo Brito y Bernat Bermudo, me crucé con un corro formado por siete u ocho portadores del lazo amarillo. Se encontraban a sólo unos metros de la Sagrada Familia, frente al Kentucky Fried Chicken de la Avenida Gaudí, y cantaban una versión a medio camino de lo lacrimógeno y lo funerario de L'Estaca de Lluís Llach.
En el centro uno de ellos hacía algo, arrodillado en el suelo, y no investigué más porque sufro de vergüenza ajena patológica. Los turistas italianos y coreanos a mi alrededor, los obvios destinatarios de la performance, también debían sufrir del mismo mal porque pasaban al lado del corro como si este formara parte del paisaje. Cosa que, por otro lado, es cierta. Los del lazo amarillo son las femen catalanas y provocan ya tanto interés como sus tetas (las de las femen).
A los independentistas se les reconoce no tanto por el lazo como por la cara porque todos ellos llevan puesto de serie el puchero que los demás seres humanos utilizamos cuando nos atropellan al gato. No hay un solo cómplice del procés al que no se haya visto lloriquear durante los últimos meses frente a las cámaras de la prensa.
A Marta Rovira, tras el ingreso en prisión de Oriol Junqueras. A Oriol Junqueras, cuando esgrimía como argumento jurídico irrefutable que ellos son "buena gente". A los votantes del 1-O, mientras participaban en un referéndum amañado cuyo objetivo era segregar al 50% de los catalanes y negarles sus derechos políticos. A Xavier Domènech, durante una manifestación de apoyo a los Jordis. A la actriz del más famoso vídeo de propaganda independentista, en todos sus planos. A Ada Colau, mientras se felicitaba junto a Carmena por la resistencia de Madrid y Barcelona frente al franquismo -Madrid luchó durante tres años y Barcelona se rindió sin pegar un solo tiro porque las izquierdas de la región se los habían pegado todos entre ellas, pero qué más da la realidad cuando todo tu programa político consiste en retorcerla para que encaje en tus prejuicios ideológicos-. La lista podría seguir durante horas.
Decía Javier Marías en un artículo reciente publicado en El País que cuando se compara a los separatistas catalanes con los nazis no se está haciendo la comparación con los nazis de los campos de concentración de 1940 sino con los que ocuparon el poder en 1933 gracias a la Ley habilitante, cuyo verdadero nombre era Ley para solucionar los peligros que acechan al Pueblo y al Estado y que permitió la instauración de una dictadura mediante un acto ilegal con apariencia de legalidad.
¿De verdad hacía falta explicar tamaña obviedad? ¿De verdad alguien cree que alguien piensa que los separatistas han construido campos de concentración secretos en la Cataluña profunda? No, hombre, no: sólo se les acusa de haber dado un golpe de Estado y de pretender imponer su proyecto político sin contar con los votos necesarios para ello. Ni más ni menos. Sobre todo menos.
Es conocido que Goebbels era un sentimental capaz de escribir cosas como "a mi vida le falta el amor así que le dedico todo mi amor a la causa" o "benditos días, sólo el amor, tal vez el momento más feliz de mi vida". No existe contradicción alguna entre la violencia del nacionalismo y su recurso habitual a la cursilería porque la segunda es precisamente la que habilita a la primera haciéndola pasar por pacifismo, o justicia, o necesidad, o simple protesta. Como demuestra la sutileza con la que los nazis pasaban de la épica victimista de la nación humillada por el enemigo exterior a la llamada al aplastamiento de las que ellos consideraban razas inferiores. Nadie lo ha plasmado mejor que Bob Fosse en la famosa escena de las juventudes nazis en Cabaret.
Ya sería millonario si me hubieran dado un euro cada vez que me han acusado de falta de empatía con las víctimas de tal o cual supuesta injusticia. Quizá mi kilómetro sentimental sea más corto que el del prójimo y no alcance a gente que está intentando convertirme en ciudadano de segunda. Puede ser, no lo niego. Pero a mí nadie me quita de la cabeza que la aversión instintiva hacia los lloricas y los cursis, fruto de decenas de miles de años de evolución a cuestas, es un mecanismo evolutivo cuyo objetivo no es otro que mi supervivencia.
Ahí sí que tiene un filón Steven Pinker. La vergüenza ajena frente a las lágrimas del prójimo como señal de alarma frente a la violencia oculta del fanático ideológico. El cascabel de la serpiente.