Hay una canción de Leonard Cohen, Everybody Knows, que es posiblemente una de las más amargas y desesperanzadas de las suyas, y que se vuelve aún más inquietante cuando la escucha alguien que vive inmerso en la realidad española. En más de una ocasión, a lo largo de las últimas tres décadas (la canción es de 1988), sus versos han servido para resumir nuestra situación de un modo tristemente eficaz. Sobre todo, cuatro de ellos, que en traducción más o menos aproximada dicen: "Todos saben que los dados están cargados,/ todo el mundo los tira cruzando los dedos,/ todos saben que el barco hace agua,/ todos saben que el capitán mintió".
Sin necesidad de buscarle a cada una de esas metáforas una correspondencia concreta -y pudiendo, a nada que uno se ponga, encontrarle a cada una varias-, la idea que transmiten casa a la perfección con la sensación que cada vez tienen más españoles, y que explica alguno de los fenómenos que configuran y marcan el paso a nuestra actualidad.
Hace ya demasiado tiempo que todos sabemos -y si no lo sabemos lo intuimos, con una intensidad que acerca la intuición a la convicción- que muchas bazas no se juegan limpiamente, que en muchos compartimentos esenciales de nuestra convivencia se han abierto vías de agua que nadie sabe, quiere o puede tapar y que algunas cosas importantes no son lo que nos dicen aquellos que tienen la responsabilidad de gestionarlas.
Tanto tiempo conviviendo con un convencimiento así acaba produciendo un desgaste que es acumulativo, que va minando la resistencia del edificio y, sobre todo, agotando la paciencia de quienes tienen la sensación de asistir a una partida amañada en la que una y otra vez se les intenta escamotear la gravedad de los hechos y hacerlos pasar por lo que no son. Ha llegado el momento en el que la ciudadanía ya no puede seguir comprando el engaño y no está dispuesta a pasar la más mínima.
Es cierto que durante lustros los españoles han tolerado, convalidado o directamente endosado, sobre todo en las urnas, los comportamientos más inaceptables y desleales por parte de aquellos en quienes depositaron su confianza. Pero ese tiempo ha tocado a su fin, y ahora cualquier tropiezo, incluso más leve que los que antaño tanto se consintieron, encuentra un repudio virulento y destructivo. Son las tempestades que debemos a los sembradores de vientos, y que ahora les toca recoger a los que están en la palestra, al margen del tamaño de sus faltas.
De nada sirve lamentarse, o entonar la queja por el agravio comparativo. Ahora hay lo que hay, como antes hubo lo que había, y con estos mimbres altamente inflamables le toca al que quiera postularse para llevar los asuntos públicos hacer el cesto. La cuerda se ha estirado todo lo que daba de sí, y se avecinan curvas para quienes creyeron en su elasticidad infinita.