Siempre me ha fascinado el pájaro Dodó, esa ave de algunas islas del océano Índico que, por no tener competencia, se fue atrofiando hasta convertirse en un bicho antievolutivo. La torpeza no le impedía llevar una vida regalada, pero el ser humano llegó a sus islas -las Mascareñas- en el siglo XVI, y a finales del XVII ya lo había exterminado. Según Wikipedia, el nombre puede venir del portugués dodô, que significa “estúpido”, o del neendarlés dodoor, que significa “holgazán”. Con sus alas nulas ni siquiera podían permitirse el vuelo gallináceo, los animalitos.
Nuestros políticos (¡y políticas!) son a menudo pájaros (¡y pájaras!) Dodó: cuando se instalan en un contexto de poder sin competencia, o en prácticas tramposo-delictivas que se vuelven habituales y ante las que, por ello, se baja la guardia. Pasó con la corrupción de CiU en Cataluña, del PSOE en Andalucía o del PP en Valencia y Madrid; y con las tramas de financiación del PSOE y el PP nacionales. Pasa con los poderes largos y semiabsolutos en democracias defectuosas, con opiniones públicas (o electorados) sectarios o complacientes. El problema está siempre en el ser humano: el ser humano político y el ser humano votante, que se abandonan. Y con el abandono viene la tentación (para el político) o el perdón automático (para el votante afín).
Ahora ha pasado con Cristina Cifuentes, cuyo máster estúpido y holgazán solo se explica por eso: por una inercia de prácticas impunes generalizadas. Hay que ser escrupulosísimos con las acusaciones concretas y, a la hora de afirmar, atenerse a lo resuelto judicialmente, con pruebas y conforme a derecho; tal y como Arcadi Espada y Tsevan Rabtan nos han educado (a palos a veces). Pero alrededor de ese perfil nítido cunde siempre una sombra, una sospecha que nos hace pensar la realidad en términos de novela negra. El periodista y escritor argentino Jorge Fernández Díaz (nada que ver con nuestro exministro homónimo, de triste recordación; aunque con el actual Zoido se ha vuelto a demostrar que no hay nada que no sea empeorable) lo cuenta a propósito de sus novelas: en ellas escribe sobre lo que sabe pero no podría publicar en un periódico por no tenerlo atado.
Esa sombra, esa sospecha, hace que se extienda la desmoralización. A la que contribuyen los partidos políticos y los medios de comunicación cómplices. En estos días son particularmente repulsivos los periodistas de partido; esos columnistas o tertulianos que tratan de salvar a toda costa al PP. “¡No se puede comparar una trampa en un máster con la trama de los ERE o un golpe de Estado!”, vienen a decir. Y en eso tienen razón, claro. Pero con su partidismo abyecto alimentan el caldo podrido en que se cuece todo lo demás. Naturalmente, ocurre igual con los periodistas de enfrente, cuando les toca a los suyos. Estamos siempre en un extenuante ping-pong.
Los peores son, con todo, aquellos –periodistias o políticos– para quienes la corrupción no tiene que ver con la naturaleza humana, sino con la ideología. Situado en la ideología correcta, el político será virtuoso por definición. Esta es la idea que late en los populismos, que cuando llegan al poder resultan los más corruptos de todos. Simplemente porque no priorizaron lo único que cabe, dada la naturaleza humana: el control, el control democrático (incluida la fiscalización del electorado). Lo único que podría hacer que nuestros políticos (¡y políticas!) espabilaran y no cayesen en la tristísima condición de pájaros (¡y pájaras!) Dodó.