Las manifestaciones multitudinarias contra la sentencia de la manada desbordan la causa feminista para entrar de lleno en la reprobación del sistema judicial español y, por inercia populista, en el cuestionamiento de nuestra calidad democrática.
El trazo grueso de la masa, espoleado por un magistrado dispuesto a apreciar "jolgorio" y "regocijo" donde el común sólo ve atropello y sometimiento, se desentiende de los pormenores del derecho, que desconoce y, con fallos como este, desprecia.
La cuestión en este asunto no puede ser sólo si los ciudadanos deben o no respetar a los jueces, sino también si los jueces en sus pronunciamientos se hacen o no respetar por los ciudadanos.
Esta imagen es sólo una foto de las miles que atestiguan lo que se cuece en el hervidero de las manifestaciones de los últimos días. Una multitud rodea el Ministerio de Justicia en Madrid y, en primer plano, vemos a una mujer con los brazos en alto, como suelen las víctimas en los asaltos, y una mano roja pintada sobre su boca, a modo de mordaza.
Junto a ella, otra manifestante esgrime una hoja con los retratos policiales de los cinco indeseables que asaltaron a una muchacha en los sanfermines de 2016, condenados ahora a nueve años por abusos sexuales, que no violación, porque el tribunal ha entendido que en aquella razzia no hubo intimidación ni violencia.
Aquí no se ven rostros de alegría o satisfacción por el éxito de unas convocatorias espontáneas, sino de indignación, malestar, impotencia y preocupación tras un fallo que abre una sima de desconfianza entre jueces y justiciables.
En ese punto emocional de la masa, como un sólo cuerpo entregado a la ebriedad de sí misma, es donde las protestas por la sentencia de la Manada decantan la sensibilidad feminista del lado de una lógica insurgencia. Nunca antes en España se habían producido manifestaciones tan masivas en contra de un fallo judicial.
Al ver estas imágenes no he podido sino recordar dos hitos en la memoria de la rebelión frente a la arbitrariedad en sistemas formalmente democráticos.
Uno se produjo el 23 de agosto de 1927, tras la ejecución en EEUU de los anarquistas Sacco y Vanzetti, condenados a muerte seis años atrás en un juicio podrido de irregularidades. Su caso desató protestas multitudinarias y legitimó conatos de furia revolucionaria en América, Europa y Australia. También inspiró obras memorables a Arthur Miller, Howard Zinn y Giuliano Montaldo, entre otros.
El otro suceso crucial en la historia universal de la ignominia se había producido en Viena tres semanas antes, el 15 de julio, cuando una masa enfurecida prendió fuego al Palacio de Justicia tras la absolución de unos pistoleros implicados en el asesinato de varios obreros. Aquel incendio se saldó con más de 90 muertos en choques con la policía y un jovencísimo Elias Canetti lo suficientemente impresionado como para pergeñar durante los 35 años siguientes su obra magna, Masa y Poder.
No he podido sino recordar ambos episodios, no he podido evitar preguntarme cuántas calamidades o cuántas grandes obras alumbrará la ola de indignación popular que azota a España.
De momento sólo tenemos a unos partidos y a un Gobierno dispuestos a legislar en caliente, lo que a la postre sólo puede redundar en el desprestigio del sistema que, se presume, deben defender y fortalecer.
También a una pandilla de delincuentes cuyo futuro procesal, una vez la sentencia sea firme, estará sometido al escrutinio de una sociedad desconfiada y predispuesta a que los jueces sean sustituidos por implacables justicieros.