Decía G. K. Chesterton que el objetivo de los progresistas es seguir cometiendo errores y el de los conservadores, impedir que esos errores sean corregidos. Ahí estuvo fino el británico. En primer lugar porque conservador y progresista son categorías que describen mucho mejor la naturaleza humana que derechas e izquierdas. A fin de cuenta, hay bastantes menos conservadores de derechas que de izquierdas y sospecho que también más progresistas a la derecha de Vox que a la izquierda de Podemos.
En segundo lugar porque el dilema no ha sido nunca la elección entre políticas de derechas o de izquierdas sino entre el psicópata que nos arrastrará al precipicio y el irresponsable que pretenderá que nos sentemos a admirar las ruinas.
Por eso yo me considero conservador: porque entre un optimista pirómano y un nostálgico pesimista opto, como Pérez-Reverte, por el romanticismo del que, viendo arder Roma, se sienta a admirar la hecatombe desde la ventana de su biblioteca. A fin de cuentas, lo interesante de la historia es que todos sabemos cómo acaba: mucho mejor de lo que en realidad temían los optimistas y bastante peor de lo que se lo pintaban los pesimistas en sus más secretas esperanzas.
Líbreme Dios de defender tiempos pasados aunque sólo sea porque nací a muy temprana edad y no tenía por aquel entonces la madurez para juzgar con suficiente sabiduría. Pero viendo a todo un ministro como Rafael Catalá ponerse al frente de las antorchas, es decir defendiendo la implantación del gobierno de la chusma, es difícil no sentir nostalgia por aquellos tiempos en los que lo más grave que nos pasaba a los españoles era la corrupción sistémica de PP y PSOE, el abandono de los vascos y los catalanes demócratas a su suerte o un vicepresidente que se sienta a ver la Vuelta Ciclista a España mientras los aviones de Al Qaeda se estrellan contra las Torres Gemelas.
También decía Chesterton que no existen las cosas aburridas, sólo las personas sin curiosidad. Y a mí me producen mucha curiosidad las personas sin curiosidad, que son a mi cerebro como las obras a los jubilados: un atrapamoscas. De ahí la extraña fascinación que me provoca Mariano Rajoy, ese hombre del que, como en el caso de la Sagrada Familia de Barcelona (ciento treinta y seis años en obras), resulta difícil saber si está en lento y minucioso proceso de construcción o de demolición.
A estas alturas de la película, y mientras el PP se descompone a ojos vista, todavía no he descubierto si Mariano Rajoy se ha sentado a ver arder su partido por la ventana de su biblioteca por conservadurismo, romanticismo, desgana o lucidez. Tampoco sé si es un conservador optimista o un progresista pesimista. Lo que está claro es que en su partido son todos unos progresistas de manual. Porque hay que ver con que destreza insisten en seguir cometiendo errores.