Iba a hablar de ETA, de los criminales de ETA y de sus cómplices, que van a durar más que ETA, pero se ha interpuesto Íñigo. Que era de Bilbao además: otra de las excepciones de ese “pueblo vasco” abusivo, abrasivo, del que se adueñan los nacionalistas con su asalto premoderno a las palabras. Un asalto que no se queda en el terreno lingüístico, porque este es solo el trampolín para joder luego a la gente.
Ahora, con José María Íñigo, vuelvo a pensar en la virtud de los que han pasado por esta vida sin hacer daño. No hay justicia después de la muerte igualadora, pero aquí en la vida, ¡qué estela benéfica la de los buenos! Por un lado los asesinos etarras (con el repelente Otegi de niño de San Ildefonso del euskonazismo) y los nefastos Setién, Arzalluz, Egibar y todos los que estuvieron rebozándose en los crímenes que no cometieron; y por el otro los hombres como Íñigo. La paradoja moral: hombres vivos que representan a la muerte; hombres muertos que representan a la vida. Íñigo es ahora de estos.
A los niños de los 60 se nos van muriendo ya todos menos Raphael, que va a ser el Alberti de la generación televisiva de nuestra infancia. No ha dejado de sorprenderme que Íñigo tuviera solo setenta y cinco años. En realidad lo raro es que tuviera alguna edad, porque para nosotros está en el estuche de oro de nuestra memoria mítica. Qué solapamiento prodigioso el de los años infantiles: aparezco jugando, haciendo mil cosas, y a la vez está Íñigo con su programa, en un presente continuo en el que también están Uri Geller y Solzhenitsyn, y todos los cantantes y personajes de la época, mejorados por la presencia de Íñigo. Todas sus entrevistas estaban bien, porque el 50% al menos de los presentes no fallaba nunca: era Íñigo.
Las peculiaridades del mundo al que llega el niño forman parte de su mundo con la misma sustancialidad que las cosas no peculiares. Así que el bigote de Íñigo era una de las cosas sustanciales de nuestro mundo. Lo peculiar era, en todo caso, que solo él lo llevara y fuese su dueño. Un verano, mi padrino, que vivía en Madrid, vino de vacaciones a Málaga con el bigote de Íñigo. Impresionaba verlo de cerca y en el ámbito familiar. Pero aunque mi padrino lo llevara no era su bigote, sino el de Íñigo. Aún hoy cuando se describe a alguien con un bigote así los de entonces decimos: “Tiene el bigote de Íñigo”. Es una marca generacional.
Él nos enseñó también el primer superlativo de nuestra vida: aquel Directísimo con que titulaba su programa. Íñigo, el bigote y el superlativo; el bigote superlativo: su bigotísimo. Qué pena más limpia cuando se muere alguien bueno; se queda en la vida como una dulzura, para que sigamos.