Derrotada ETA, queda la batalla por el relato. Este fue el consenso a lo largo de la semana pasada, cuando constatamos tanto la raquítica estructura homicida que les quedaba por desmantelar a los etarras como la pujanza de aquellos sectores sociales que acuden en su auxilio discursivo. Los medios nacionales se volvieron a llenar de historias de víctimas que deben soportar homenajes a quienes asesinaron a sus seres queridos, y de testimonios del clima de odio supremacista que sigue imperando en algunos rincones del País Vasco y de Navarra en pleno 2018. Josu de Miguel llegó a señalar, en un inquietante y razonado artículo, que hoy en día “ETA y su mundo han vencido moralmente a la democracia española”.
Pero la rutinaria admonición sobre la importancia del relato dejaba intuir una pregunta más precisa e incómoda: ¿cómo se dará la batalla del relato la semana que viene, cuando los focos de la atención nacional se hayan desplazado a otro sitio, y el hueco que ocupaban en la plaza las cámaras de Antena 3 lo llenen votantes de Bildu? ¿Cómo se ganará la lucha por llamar asesinos a los asesinos cuando, a efectos prácticos, y siguiendo el título de la novela de Benet, ETA haya vuelto a Región?
Una de las consecuencias más perversas del Estado de las Autonomías es que se hayan regionalizado algunas cuestiones de alcance nacional. Hoy mismo, el problema del relato institucional y popular sobre ETA, que al fin y al cabo es el relato sobre la democracia y la decencia, parece haber vuelto a ser competencia exclusiva de votantes y políticos a nivel autonómico o local. Qué nombres se ponen a las calles, a quién dedicamos una placa, qué dice el profesor en el aula. En parte es una consecuencia de la economía de la atención de esta era digital -ya hemos leído suficientes noticias sobre etarras, pasemos ahora a un vídeo de Rajoy bailando en una boda-, pero también, y sobre todo, es una continuación del arraigado discurso de son cosas de vascos. Como ha sucedido con la Cataluña del procés, la comprensible fatiga ante un goteo de noticias frustrantes se somatiza a través de una lógica perversa: esto no me afecta porque yo no vivo ahí. Que lo arreglen sus votantes, sus concejales, sus consejeros, sus parlamentos, sus presidentes.
Podemos aceptar que la responsabilidad de resolver problemas no se debe delegar exclusivamente en un Estado lejano, y que los ciudadanos a quienes más afecten se deben implicar en su solución. Pero la experiencia muestra que muchas élites regionales, lejos de esforzarse por resolver ciertos conflictos, prefieren mantenerlos vivos, sea por querencia ideológica, por supervivencia política o porque refuerzan su posición a la hora de negociar partidas y competencias. Y la lógica muestra, por su parte, que hay problemas que nos afectan a todos pese a estar limitados geográficamente. La senda ilegal iniciada por Mas y continuada por Puigdemont cargaba contra toda la estructura de derechos y garantías de nuestra ciudadanía; el relato sobre las décadas de violencia en el País Vasco afecta al nivel básico de decencia de nuestra sociedad. Porque la bancarrota moral de un país comienza cuando nos resignamos a dar gracias por haber nacido en un rincón del mismo en vez de en otro.
La solución a todo esto se antoja tan imprescindible como difícil de identificar. Pero una cosa parece segura: hay que exigir mayor responsabilidad y diligencia a los políticos y los partidos nacionales. La estructura autonómica no puede seguir funcionando ni como excusa mental ni como coartada política.