Mis respetos para Sarah Jessica Parker, alias La Rocinante de la Quinta Avenida, y el atuendo que escogió para la Gala MET de este año. “El mundo de los complementos es una posibilidad infinita, pero siempre tiene que ir coordinado” dijo. Nadie se atreverá a negar que lo consiguió, aunque fuera encajándose en todo lo alto un belén napolitano con su mulo y todo. Más coordinado el complemento con su portadora, imposible. Les reto, de hecho, a adivinar quién es el complemento y quién la Parker porque a mí me ha llevado un rato.
También dijo la Parker respecto a los complementos: “Los veo como una conexión de la cabeza con los pies”. Y ahí volvió a estar fina la mujer porque el tocado no sólo era feo como los pinreles de un maratoniano sino que parecía hecho con uno de ellos. Con el izquierdo, concretamente. He visto columnas de Umbral, ¡e incluso novelas de Juan Benet!, menos barrocas y pretenciosas que esa cosa. Digo yo que entre el minimalismo japonés y la Gala Drag Queen del Carnaval de Tenerife habrá un punto intermedio en el que dar con la belleza sin humillarla más de lo estrictamente necesario.
También es posible que un servidor, a pesar de tener mano con esto de la interpretación de los malos viajes de los diseñadores de moda, no haya pillado el verdadero intríngulis del atuendo de la Parker. Quizá lo suyo era, más que un homenaje al Apocalipsis de San Juan aerografiado en la furgoneta de un hippie, un guiño a la saga Transformers.
Quizá la Parker, en realidad, estaba esperando el momento adecuado para apretar un botón oculto en la Enterprise que llevaba en la cabeza y transformarse ahí, delante de todos los fotógrafos, en el Vaticano. No en la Basílica de San Pedro con su Capilla Sixtina y su Palacio Apostólico y su Casa Santa Marta, no. En el Vaticano entero, jardines y museos incluidos. Pero le debió de fallar el mecanismo en el último momento y ahora yo no puedo dejar de pensar en esos doscientos muchachotes de la Guardia Suiza que la Parker llevaba ocultos en los farfullos y blondigudíes del vestido y que debieron quedarse entre bastidores sin poder representar el número de cancán que llevaban tanto tiempo ensayando.
Que conste en acta que no comparto la indignación por la Gala MET de este año. Es cierto que la intención original de sus organizadores era que los invitados lucieran modelos inspirados en el catolicismo y también en el budismo, el islam, el judaísmo y el hinduismo. Pero yo me alegro de que la gala fuera finalmente monotemática.
Porque si no lo hubiera sido, y la Parker se hubiera disfrazado de budista, o de hinduísta, o de musulmana, no podría yo hoy ironizar sobre ella sin ser acusado de nazi, de racista, de machista o de homófobo.
O sobre esa Rihanna que más que un Papa parecía un torero faldicorto; o sobre esa Katy Perry que estaba para ponerla a bailar en la tarima del Skorpia; o sobre esa Kim Kardashian que niqueló su disfraz de lavabo de Bisazza; o sobre esa Cara Delevigne que se maquilló, literalmente, hasta las orejas; o sobre esa Madonna que, llegado su gran día, va y se calza un camposanto en la cabeza; o sobre esa Lana del Rey a la que le falta medio minuto para estallar como una palomita de maíz. Menos mal, en fin, que nos queda el catolicismo. Tan benévolo, tan inteligente y tan extraño. Tan tolerante con quienes no lo comprenden aunque, como demuestra la Gala MET, lo lleven incrustado en los genes.
Cualquier católico ofendido debería, en fin, echarle un vistazo limpio de prejuicios a Kate Bosworth, Rosie Huntington, Lily Aldridge, Anne Hathaway, la misma Anna Wintour (organizadora de la gala), Emma Stone, Uma Thurman, Emilia Clarke, Naomi Watts, Amber Heard o Blake Lively antes de quejarse. Porque intuyo que más que el amor por el prójimo o las obras de caridad, es la belleza la que pone en peligro más ateísmos en este planeta.
Y una vez echada esa mirada limpia, visiten si pueden la exposición Heavenly Bodies: Fashion and the Catholic Imagination [Cuerpos celestiales: Moda e imaginación católica] organizada por el Costume Institute del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York. Porque allí podrán ver cuarenta y dos piezas cedidas por el Vaticano, entre ellas la tiara de diecinueve mil gemas y tres coronas ducales superpuestas que le regaló la reina Isabel II al Papa Pío IX y que este lució en la misa de Navidad de 1854.
Si el Papa Francisco no ha logrado acabar con el catolicismo, no lo hará una actriz de segunda o media docena de raperas de tres al cuarto. Quédense tranquilos.