Lo acontecido en las dos últimas semanas podría darse por bien empleado si hubiera servido para disuadir la formación y la acción, en primer lugar y por encima de todo, de manadas como la que funestamente operó en los Sanfermines del año 2016. Para que, si quedan por ahí seres como los que esa noche de triste memoria se sacaron los selfis, intercambiaron los wasaps y llevaron a cabo la hazaña que todos ya sabemos —y hay razones para temer que quedan—, se lo piensen un segundo antes de seguir sus pasos. Para que, a ser posible, se abstengan de tratar a una chica como un pedazo de carne y, tras usarla, hacerle patente su desprecio dejándola tirada y quitándole el móvil.
La fechoría de la manada sanferminera, que ante todo debió servir para movilizar la solidaridad hacia la víctima —porque lo es, incluso si hubiera cometido algún error o imprudencia, como alguno alega— y desencadenar la respuesta racional y justa del Estado de derecho al que por consenso social hemos encomendado deshacer nuestros entuertos, ha dado lugar, tras la publicación de la sentencia y con arreglo a un virulento mecanismo de acción-reacción, a la formación de otras manadas.
La más nutrida, y que además proclama con orgullo su condición de tal, es la de quienes han visto en el pronunciamiento judicial —sin duda discutible, y adobado con un voto particular cuyo autor pudo escoger mejor el léxico para expresarse— la ocasión para proceder a un linchamiento de los magistrados actuantes y de paso del conjunto de nuestro sistema legal y judicial. No es quien esto firma el que vaya a negar que ese sistema es mejorable, incluso manifiestamente mejorable, pero no estaría de más hacer alguna comparación odiosa, con otras latitudes u otras épocas no lejanas de este mismo lugar, para caracterizar como se merece una administración de justicia que, con sus precariedades e insuficiencias, cuenta con profesionales dignos y competentes que hacen lo que pueden, lo mejor que pueden y en conciencia, para tratar de llevar a cabo la misión que la sociedad les ha encomendado y que a menudo no es nada fácil.
No está claro que esa manada reactiva contribuya a dar un mejor curso futuro al problema, complejo y vidrioso, que aflora en estos hechos. No está claro, nunca lo estuvo, que agravar sistemáticamente el Código Penal sea la panacea del mal social, y menos cuando la sentencia no es firme y aún puede un tribunal superior hacer una interpretación del concepto de intimidación que atienda mejor a la situación de una chica en un lugar donde quienes se sirvieron de ella podían aniquilar su voluntad.
Pero no perdamos de vista a la manada formada, ahora, frente a la oleada de indignación que ha despertado la sentencia. Esa que postula el enroque en una interpretación de la ley al margen del clamor de las mujeres que denuncian su ausencia en la conformación del consenso social que se expresa en las leyes. Atrincherarse en legalismos para ignorar que la mitad de la población, o una parte muy importante de esa mitad, se siente desprotegida por la ley vigente no es una respuesta muy juiciosa. Más racionalidad, más sensibilidad, menos manadas.