Querida antigua amiga:
Voy a abstenerme en esta carta abierta de poner tu nombre, en honor a la extinta amistad que me empuja a escribirla. No era una amistad profunda, pero al menos por mi parte era sincera y desinteresada, nacida del sentimiento que me inspira el talento, cuando asoma —o en mi pobre criterio, siento que lo hace— e ilumina con sus frutos un instante de la vida ajena. Tampoco es importante que este mensaje sea nominativo; en rigor va dirigido a más de una persona, a más de una antigua afinidad que siento ahora desbaratada y por los suelos, por hechos que no acierto a entender, que me cuesta encajar con lo que un día hubo.
Vaya por delante que reconozco y respeto tu derecho a querer una Cataluña independiente, o lo que es lo mismo, a sentirte lo que desees ser y a intentar que tu sentimiento lo reconozcan las leyes, internas e internacionales. Vaya por delante, también, que estoy convencido de que el gobierno español ha gestionado con notoria impericia, pavorosa negligencia y una frivolidad difícilmente aceptable el hecho de que tantos catalanes quieran pronunciarse sobre un posible futuro desligado de España. Vaya por delante, en fin, que aun no creyendo en la existencia de presos políticos, ya que a quienes han sido encarcelados se les imputan, de forma nada gratuita, ilícitos graves contemplados en el Código Penal —y que a cualquier español le supondrían una incriminación semejante—, la prolongación actual de sus prisiones preventivas, incluso fundada en la insolidaria huida de otros imputados, me parece un exceso que empieza a arrojar dudas razonables sobre la proporcionalidad y la necesidad de la privación de derechos de la que se les está haciendo objeto.
Ahora bien.
No consigo entender, de ninguna manera, que hayas aceptado pronunciarte públicamente a favor de la designación como presidente de la Generalitat de un hombre que no sería digno de ocupar, ni siquiera como vicario, la presidencia de su escalera. Un individuo que se ha permitido hacer una y otra vez alarde de sus vómitos mentales, en los que entre otras cosas desprecia la lengua y la condición de tus ancestros, y por los que ha ofrecido una excusa tan tibia y desmayada que sirve como ratificación de que semejante inmundicia es el fondo de armario de su cabeza. Uno puede querer la independencia de la tierra en que vive, es muy dudoso que pueda imponerla saltándose todas las reglas e ignorando los derechos de quien disiente —de ahí que el procés esté fracasando— pero es intolerable que para lograrlo se eleve a las alturas a un sujeto aturdido por ideas nauseabundas.
Me dirás, querida antigua amiga, que el gobierno del país del que quieres irte se apoya en un partido corroído por conductas también intolerables; la última de ellas, apañar en un par de meses el currículum que a otros les cuesta años de estudio. Hay, sin embargo, una diferencia entre tú y yo: nunca he votado, ni votaré, a quienes así faltan al respeto a sus conciudadanos. Y sobre todo, nunca les haré a mis abuelos la afrenta de aplaudir a quien ose despreciar su procedencia. Dondequiera que estén, prefiero no darles motivos para avergonzarse de su nieto.