Me acabo de tropezar con ella. Poco después de regresar a mi ciudad para “quemar” algunos días libres que, encadenados, se han convertido en un prólogo a las vacaciones. Es una barquillería con el escaparate azul celeste, de madera. Incrustada en la esquina de una plaza rectangular. De niño, con abril en los ojos, siempre la vi igual que ahora: cerrada y vieja.
La rodean bares de copas por la noche. La corretean balones y goles imaginados en grandes estadios por el día. Quizá ni siquiera haya vendido barquillos alguna vez. Me gusta pensarla como un plató cinematográfico sin otro objetivo que el de proteger el romántico ejercicio del paseo y el lujo africano que supone deambular cuando todo el mundo corre. O tal vez triunfara hace unos cuantos siglos, cuando jóvenes y viejos gustaban de recostarse en este porche para quedar fascinados por los bruscos cambios de color que regala el cielo en esta capital de tercer orden. Sea lo que sea: ¡Alcalde, tenga piedad, protéjala! Y ya de paso prohíba la captación cuasi religiosa de clientes para las discotecas en mitad de la calle. ¡Que vuelvan los vendedores de enciclopedias!
La barquillería es una postal recóndita e inútil, pero que de vez en cuando rasga conciencias con sus esquinas, como me ocurre a mí esta noche. Tras derramar la mirada por su escaparate, mientras comparto ginebra con quienes más quiero y me quieren, me he dado cuenta de que ya no me sorprenden las chicas del pelo rosa, las peluquerías veinticuatro horas ni los restaurantes jordanos. Madrid castiga con cataratas a casi todo el que se abalanza sobre ella y priva a los peatones más rutinarios de su ingenuidad ocular; aptitud imprescindible para alumbrar una canción, un poema, una novela, una acuarela… Casi cualquier cosa que valga la pena. Ya lo dijo La Maravillosa Orquesta del Alcohol en su temazo 1932: “Se puede perder la vista, pero nunca la mirada”.
Me acerco a los cristales de la barquillería. En el reflejo, detrás de mí, han desaparecido la vida de prisa, las citas en los despachos, las escaleras mecánicas, los repartidores que cobrarán menos si llegan un minuto tarde, los paseantes que dejan de serlo porque caminan con los ojos sumergidos en las pantallas… Gracias a esta barquillería todavía se puede disfrutar de la “melancolía de domingo por la tarde” que decía Cocteau y confiar en que Verlaine tenía razón: “Llueve en los corazones cuando llueve en la ciudad”.
Probablemente estas líneas sólo sean nostalgia de “viejoven”, un ejercicio absurdo y facilón para subrayar el tópico que enarbolamos quienes creemos haber nacido en la época equivocada: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero como no hemos descubierto la posibilidad de “desviajar”, deberemos conformarnos con afilar las letras y defender hasta la muerte esta barquillería.